Eran las 5:00 PM de un Domingo cuando la recogió y sin consultárselo, se dirigió nuevamente a la residencia de campo, donde la víspera tuvo lugar la fiesta. Ella creyó que habría otra reunión o más gente allá para compartir la velada, mas se extrañó al no ver a nadie. “Bueno, un rato solos no vendría mal” –pensó– y por absurdo que parezca, nunca se figuró lo que podría ocurrir aquella noche.
Pusieron música de fondo, tomaron un trago suave que éste preparó mientras ella permanecía en uno de los salones, luego se sentaron a conversar animadamente y se besaron. Sus besos le encantaban, todo lo que él hacía le parecía tan natural, era como el “déjà vu” (ya visto anteriormente); se sentía contenta, segura y tranquila. Pero ni aún en esos instantes vio avecinarse el peligro…
De pronto, Jennifer se levantó para ir hasta el baño y disponiéndose a utilizar el del corredor, él le sugirió que usara el del dormitorio, lo que hizo inocentemente, imaginando que el otro servicio estaría dañado, sin pasarle por la cabeza lo que iba a suceder.
Boris la siguió hasta la habitación y súbitamente la arrinconó contra la pared. Empezó a besarla con excitación desenfrenada y sus manos esta vez no aceptaban ningún rechazo; se movían por todo su cuerpo queriendo acariciarlo a su antojo. Jennifer se asustó, sólo hasta ese momento comprendió la situación en la que se hallaba atrapada: ese hombre estaba enardecido por los besos apasionados que, minutos antes, se dieron sentados en el sofá. Sin embargo, eso para ella no significaba que tuvieran que terminar en la cama ¡aunque cosa muy distinta pensaba y había decidido él!
Y entre jadeos y forcejeos se decían:
—No, no ¿qué haces?
—Lo que tú también deseas.
—¡No, por favor, suéltame!
—¡Quieta!
—¡No quiero, déjame!
—Sí que lo quieres, tanto como yo.
—¡No, por Dios, no lo hagas, no quiero!
—¡No mientas, tu cuerpo te delata!
—¡Vámonos de aquí, llévame a mi casa, no quiero!
—¡Yo sé que sí quieres!
Mientras ella luchaba por proteger sus senos de esas manos que a toda costa ansiaban tocarlos, Boris aprovechó para meterlas bajo su ropa, desde atrás le desabrochó el brasier y de un tirón se lo arrancó junto con la blusa, tomándola por sorpresa. Jamás estuvo desnuda ante nadie y ya su única preocupación era cubrir su pecho.
Le insistía en que no lo hiciera, pero él no escuchaba razonamiento alguno. La excitación había cegado toda cordura y siendo mucho más alto y corpulento, no le costó ningún trabajo llevarla hasta la cama y caerle encima; en esa postura el peso de su propio cuerpo dominaba y sometía el de ella. Se incorporó un poco y con sus fuertes manos le separó los brazos, quedando así sus senos al descubierto. Los miró fijamente por unos momentos y luego empezó a besarlos con locura, como queriendo comérselos. Preso de ese fuego que lo quemaba por dentro, no se aguantaba más, tenía que hacer suya a esta hembra que lo traía loco de pasión.
Jennifer continuaba forcejeando para zafarse y salir corriendo, gritaba pidiendo auxilio, mas nadie podía escucharla. Le suplicaba que la dejara ir, pero ya era demasiado tarde: Boris, rompiéndole el pantalón, se lo logró quitar con gran habilidad. Y allí estaba ella, tendida en aquella cama, totalmente desnuda, en los brazos de aquel hombre a quien nunca pensó en entregarse. Se sentía aturdida, asustada. Es cierto que en sus fantasías su amante la cogía a la fuerza; sin embargo, esto era la realidad y pese a que él le gustaba, no aspiraba a perder su virginidad de ese modo. ¡Esta situación la tomó fuera de base y pasaba muy rápido!
De pronto, la actitud de Boris se tornó de violentamente apasionada, en suave y tierna. Comenzó a hablarle con ternura, a acariciarla con delicadeza, tratando de infundirle confianza. La conducta de ella lo desconcertó por completo. Percibía su miedo y comprendió que nunca actuó como una mujer de mundo que sabe lo que hace. Era una criatura inocente, ingenua, que no vio la situación que provocó por su misma inexperiencia con el sexo opuesto.
Aquella joven era realmente pura, el sólo ver su cuerpo virginal bastaba para saber que no había estado con ningún varón. Existía algo diferente, sano, auténtico en Jennifer que no podía ignorar. Y sin saber cómo ni por qué, ya todo su afán era consolarla y asegurarle que no la lastimaría.
Fue un esfuerzo enorme el que tuvo que desplegar para no penetrarla y terminar de hacerle el amor, pero supo reprimirse.