Fue allá en los bajos, cerca del puerto; donde entré por un corredor largo, muy largo y muy oscuro en el que tuve que andar a tientas hasta que al final, alzando la vista, podía verse la caseta de vigilancia allá en lo alto; la que avisa cuando viene la policía. Al toparme contra la pared del fondo, doblé a mi izquierda para salir al gran patio a cielo abierto del conventillo. A mis cuatro lados todas las puertas rotas o ausentes, fueron suplidas por telas colgando. Del otro lado del patio, estaban las escaleras que subí, directo a lo de la Pepa; a preguntarle qué pasó con mi hermano. Ya en el segundo piso y poco antes de llegar a su puerta, un flaco harapiento que estaba recostado a la pared me cortó el paso; se me paró en frente y mirándome torcido pregunta firme:
—¿Cuánto queres?
—Nada, vengo a buscar a la Pepa
—¿Y vos quién só?
—Soy el cuñado —y de reojo, veo como abajo, el patio es cruzado a paso rápido y decidido por otro flaco en mal estado quien cuchilla de cocina en mano se dirige directo hacia la otra puerta.
—Así que vó… so el hermano del chifle —y de aquella otra puerta, sale para anticiparlo un gordo armado al estilo tradicional: dos largas espadas caseras hechas de hierro con empuñadura de trapo, filo y punta.
—Carlos… mi hermano se llama Carlos, no el chifle –y de inmediato salió detrás una jovencita gritando: “¡devolveseló… devolveseló!”.
—Pasá —y entonces comenzó a sonar: “¡se picó el patio… se picó el patio!”, el grito sostenido del vigía.
Yo avancé unos metros más, y una reja se impuso en el pasillo antes de llegar a la casa de mi cuñada; la única que tiene cerramientos. Aplaudí y grité: “¡Pepa…!”. Y allá salió la Pepa, con cara de recién levantada y ropa cómoda, dos de sus siete hijos la siguen y camina despreocupada porque ella goza de especial fama: todos sus hombres terminan en prisión.