El BAR: EL VIAJE
Era una noche normal de Invierno por esa zona; la cellisca y un viento congelado del norte se enmarañaba fuera. En su casa, Javier se buscaba algo que ponerse; de ese verbo, buscar, se hubiera dicho mejor que era el de “coger lo primero que sea decente”, pero pongamos que buscaba en los cajones ropa, sobre todo abrigo fuerte y que fuera fácil de quitar. Pero o no encontró no quiso ponérselo, y es que no sólo era por si la cosa se calentaba con alguna fémina, sino por el contraste entre la calle y los bares, que era terrible. Como un puñetazo en la cara que te dejara morado, como la franja de la bandera republicana.
Se calzó unos vaqueros cómodos, se coronó con una camisa de manga larga fina; luego vinieron unas playeras y que estaban algo melladas, para denotar que el gusto del buen vestir, claramente, no lo tenía ni tuvo él. Ni se miró al espejo para un “Oye, me queda bien” o un “ostras, vaya mierda…”, como hubiera dicho de haberse visto. Pero salía por gusto de los amigos, o más bien, obligación. No le apetecía, pero decían que si no lo hacía a voluntad, vendrían ellos y se lo llevarían como unos piratas un tesoro o a una princesa. Lo de princesa fue recalcado por su amigo Rodolfo, que siempre estaba de cachondeo y era más castizo que los más ancianos de cualquier pueblo del mundo. Era el único, porque sus amigos, aun siendo de pueblo como Rodolfo o él, parecían algo de talante pijotero o amanerado. Por no decir, a modo de Rodolfo: “Estáis más amariconados…” Claro que con Rodolfo… que hasta eso de bañarse le parecía una “mariconada”; por ello, su voz podría sonar no demasiado útil.
Llamaban a la puerta. Le decían que saliese ya. Que si no salía, iban a subir los dos pisos de ese gran rascacielos de cuatro plantas estacionado casi en el centro del pueblo, en una zona de nueva urbanización en la que vivía la gente joven, de veraneo o nueva, si es que la había. Les dijo que bajaba ya. Un ya que equivalía a unos veinte minutos o una hora, según las ganas que tuviera de salir de Javier, en este caso pocas, y que lo haría salir a la hora prácticamente. Tuvo que buscar, antes, el móvil, que no encontraba entre todo el maremágnum desordenado de su habitación, y la cartera.
Al salir recibió la cháchara de su grupo. “Una hora, tío, pareces una tía”, dijo Jorge con una antítesis y una comparación casi de poética entre el mundo masculino, rápido y sanguíneo, y el femenino, calmado y cansino, según su visión. “Ya te vale”, fue el nimio ataque de Pedro y “Joder, que tardón eres; ni que te fueras embadurnar para un concurso a Miss Universo, coño, me cago en los mil demonios…”, se descargó Rodolfo con su gran oratoria ciceroniana y llena de belleza y adverbios como Joder y coño, que denotaban su amorosa personalidad.
Al bar que querían ir estaba a “tomar por culo mano derecha” a indicación de Jorge que decía esto con la dureza y sin importancia del mayor de los guerreros, aunque pronto se quedó helado y, a sus adentros, se estuvo cagando en los mismos demonios de Rodolfo. Casualmente, Rodolfo fue el único que no notó el frío, como si tuviera de su parte a éstos. Pedro se intentaba tapar con sus propias manos y dejaba unos ojos de muerto; Javier hacia lo mismo pero moviéndose todo el rato y diciendo entre dientes que no tenía que haberles hecho caso, y deseo no haberse puesto esa camisita tan fina.
Las luces alumbraban todo el pueblo y un cielo estrellado se mostraba enorme y luminoso, tanto como para acabar de traspasar su luz a nuestro mundo, casi aniquilando la de las farolas. Los edificios se mostraban aun más abandonados en las sombras, con sus exteriores fríos, solitarios y olvidados. Las calles estaban vacías, con trozos con niebla que se fundía con el vaho de sus bocas, y no se oía a ninguna voz. A ni una sola, ni un sonido de animal, de nada de nada de la mismísima nada. Absolutamente nada. Y junto con ese frío daba un ambiente un aspecto de pueblo olvidado.
Siguieron caminando un buen trozo, pasando por calles estrechas, entre casas monumentales, de caseríos enormes y olvidados, o que parecían tal cosa; en cualquier momento podría pasar un hombre esbozado con espada al ristre y que les retaba a un reto, a lo siglo XVII o El Estudiante de Salamanca. Allí la luz era más débil y las sombras más enigmáticas, engullendo grandes trechos de camino.
Por fin, después de un buen paseo, se toparon con un bar con un letrero roñoso, viejo y de madera que ponía El Viaje, además de unos tachones que indicaba que le habían cambiado varias veces su nombre; era una tradición de la zona, además de cambiar de nombre, de dueño o tipo de negocio, aunque casi siempre fuera un bar, uno más con esos miles que se aglutinaban en el mismo pueblo y que eran más que en cualquier ciudad europea importante como Suecia o Francia. A Javier el nombre le pareció un poco extravagante, junto con una portada casi rústica, y que le chocó cuando pudo ver el interior.
Por dentro, estaba lleno de bolas de discoteca que emitían de luz; una barra a mano derecha llena de gente, que parecía salida de la nada, como el silencio de fuera; varios camareros y camareras de revista que repartían al género contrario, casi siempre… y que siempre sonreían con esa típica falsa y que denotaba sus pocas ganas de trabajo. Para hacerse un hueco había que luchar, a empujones, a dentelladas; poner la mano por delante, gritar, pedir y cualquier cosa. Pero ante todo estar bien formado como un jugador de Rugby para poder tomarse una mísera copa decente.
Hasta conseguir un sitio donde poder beber tardaron unos veinte minutos, haciendo peripecias, malabares y engaños; para coger unas copas, tuvieron que esperar a Rodolfo, el más hábil y, ¿por qué no decirlo?, el más bruto, una media hora en que sus lenguas se resecaban, lo que se pronunciaba aun más al hablar hasta que cansados de platicar y sedientos se aburrían como marmotas en esa esquina en la que estaban. Los minutos que tardaba Rodolfo eran una tortura; él tampoco lo pasaba mal, aunque alguna golfa, no por su edad que no pasaba de los catorce, incluso podría tener menos, se le tiraba al cuello tan borracha que ni se sostenía, y él la decía: “A mí me gustan algo más mayores, con las tetas bien puestas y el culo…; cuando estés en la edad, hablamos...”, de lo más suave. Al irse de la barra, se dijo: “Joder, si se lo digo a alguien no me cree…” y continuaba con un “ni yo me lo creo…; si es que el mundo está del revés hoy, no puede ser…”.
Cuando Rodolfo y las copas asomaron todos suspiraron, aleluya, el milagro; la epopeya había acabado. Las grandes gestas de nuestro mundo, por lo menos actual, se transcriben a estas aventuritas, no hay arpías, pero sí alguna desesperada, no hay gigantes, pero sí porteros de discoteca con mala ostia y con una cicatriz en el ojo; tampoco Odiseos, pero se conforta con un Rodolfo, ni Aquiles aunque Javier tenía una barba y un carácter muy semejante. No había dioses, pero el fútbol sustituye esas viejas disputas; no hay esas extrañas vidas de sangre ya amoríos, pero hay telenovelas. En fin, en tanto año del Universo, el mundo humano no hay cambiado mucho, sólo las formas.
Javier cogió el cachi, lo saboreo y le supo un poco raro; no le dio mucha importancia, pero poco después sintió que no debía haberlo echo. Quiso vomitar y se fue corriendo al baño. Sus amigos se miraron y pensaron en lo mismo que él: “Garrafón”, el pérfido talón de Aquiles del hoy. Ellos no tuvieron esa mala suerte y se dijeron que “mira que mala suerte; le sacamos de fiesta y la primera copa y garrafón; una puta mierda bien grande; más mala suerte imposible”.
Devolvió en un váter mugriento, casi le dieron ganas de devolver aun más por el aspecto antihigiénico; y se retiro rápido de él, por si cogía algo fuerte, algún hongo o una enfermedad cuajada en ese recipiente bacteriano, cultivando la mayor y mejor variedad de especímenes para el darwinismo homínido necesitado de hombres fuertes. Se fue al lavabo que, por lo menos, estaba en un estado normal, casi hasta limpio, sin quitar algunas capas de roña sin limpiar desde que el Caudillo pasó por allí de viaje. Se lavó la cara, con un agua turbia que parecía casi del retrete, y se miro al espejo.
No había reflejo. Se quedó mirando el vacío, y justo al momento apareció su reflejo con una chica de la mano que se reían; sintió un repentino escalofrío por toda la epidermis que le dejo sin respiración. Ellos reían con una voz que traspasaba las paredes que empezaron a moverse junto a su cuerpo, sin poder él evitarlo; todo temblaba sin poder evitarlo, y salió corriendo antes de que todo se derrumbase en el vacío.
Al cerrar la puerta, se encontró sudando frío, como si un dragón lo hubiera soplado una llamara y él, al igual que una vela, se derritiese. Sus amigos seguían charlando, riéndose en ese momento, y él quiso unirse con una sonrisa.
- ¿Cómo va a ganar el Barcelona la liga, por dios? Pero si están amariconados todos, como ese Messi que se cae cada dos por tres… Que si le tiran… una piececito en medio y se cae… Vahhh —Dijo Rodolfo riéndose.
- Ah, ¿y el Ronaldo, no? —Se quejó Pedro.
- Ronaldo es un… ¿Cómo se llaman? Homose… No, metrosexual.
- Ya, di lo que ibas a decir, por dios…
- Para eso el Rivaldo, que se tiraba como el Messi…
- Pero si éste se tira…
- A todas las que se ve —Dijo Javier de improviso.
- Eso sí, el cabrón… Bueno y estrella un Ferrari y todo —Se lamentó Pedro.
- Que sí, algo mariposón y chulo es; pero como los del Barcelona, ninguno… —Declaró y sentenció Rodolfo.
La discusión dialéctico-futbolista duró unos buenos asaltos, en cada uno se repartía buenos golpes, hasta Jorge se unió que estaba siempre más concentrado en las mujeres, pero era del Racing y un tipo muy orgulloso de su tierra. A Javier se la repampimflaba literalmente. Ellos a sus cosas, y él… aburrido como una ostra.
Tomó otra copa y sintió peor; más aun con la música. La música era una basura, pero que te sumergía como una ola en un algo extraño, como un coqueteo con una sirena, como entrar en la puerta de otro lugar; se sumergía en una sensación de estar en dos mundos, dos lugares, un choque dimensional. Sin darse siquiera cuenta. Poco a poco, sin poderlo apreciar. Entonces, por sus ojos, aparecieron una explosión de color; si era de droga no lo sabía, pero como todo artificio, engaño mágico, no lo sabía a primera vista, y, menos, no podía conocerlo, por supuesto, sin la causa de ese efecto; toda una serie de imágenes del lugar se unían, el permanecía tranquilo, la realidad se cristalizaba y rompía, él bebía un sorbo más, y los dos efectos unidos se volvían una explosión imposible de ordenar. No podía caminar a ningún lado, si lo hacía, caía; desconocía en qué caería, pero supo que caería. Creyó desmayarse, perder el sentido; pero no, era otra cosa.
Los colores y los cristales fueron descolocando junto a los colores; iban agolpándose en diferentes sitios, al igual que miles de piezas de un puzle de partes infinitesimal; luego acabaron de encajar en su sitio, aunque algunas tardaron un rato y casi fueron forzadas, pero finalmente sí, todas, encajaban. En la imagen un día de verano se perfilaba con un gran sol en el firmamento. Había un acantilado con sus amigos, con la mujer del espejo; él la reconoció y la llamó: “Viqui”, un diminutivo de lo que se suponía debía ser Victoria.
Sus amigos parecían posar; se reían cerca del acantilado y casi abrazados, y ella le miraba ocupando la zona más cercana hacia él, casi cogiéndole de la mano, y en medio de ellos. De pronto todo era nítido. Ella se unió a ellos, éstos la saludaron y la acompañaron a poner las sillas que había en un coche al este. Estaba paralizado. Pedro cogía varias sillas por Viqui y se hacía el fuerte, pero no podía con ellas; él siempre tan bueno y honesto como siempre, se perfiló Javier. Ella lo llamó con la mano y se acercó y ayudó. Se sentaron mirando al Sol del Cantábrico y fueron diciendo cada uno sueño.
- Que consiga ser el mejor programador del mundo —Soltó Jorge.
- ¿Juergas, no? —Se quedó con él Rodolfo— Yo que el Madriz gane la Liga.
- Qué buen sueño… —Dijo Javier— ¿Y qué ganas?
- Dejarle al buen Pedro una mala cara con que insultarme… —Sonreía Rodolfo.
- Ah… Pues yo quiero un poco de Paz, la que sea… —Deseó Pedro.
- Yo… —Se quedó pensando Javier.
- Esto para todos los días… —Susurró Viqui.
- ¿Belleza? —Preguntó Javier.
- Sí y no. La belleza de un firmamento que sale y vuelve siempre…
- Yo también… Pero es la Felicidad en realidad. Porque eso debe ser una metáfora de la Felicidad.
- No. La Belleza también se encuentra en que gane el Madrid… —Carcajeó ella.
- Ufff… ¿Y qué son los sueños sino todas esas cosas?
- Lo son todo…
- Y no son nada —Cercenó Rodolfo.
- También… —Suspiró Javier.
- La vida… Una contradicción: Sueño y Realidad. —Filosofeó Viqui.
- Todo son metáfora. —Sentenció Javier— Metáforas.
- Qué pesados… Qué no. No hay metáfora. Aquí no veo ninguna. Como no veo números por la calle… —Se percató Rodolfo.
- Pero los números están en las ecuaciones, señor Rodolfo…
- Y las ecuaciones en un papel, señora; y el papel es la misma tinta de donde salen esas baratijas.
- Joder, Rodolfo, todo nos lo pones difícil… Era la duda personificada, la dureza de la Verdad… —Criticó Javier.
- A servir… —Dijo Rodolfo con ademán de servidumbre; con ese saludo medieval de encorvar la espalda y lanzar la mano hacia adelante al culmen de estar entre el suelo y las alturas de la cabeza en un estado normal.
Todos se rieron. La vida y sus facetas se quedaron en su conversación. Javier percató que parecía que sus palabras se las llevaba el viento, como un papel lanzado al aire por el acantilado. Quiso mirar abajo por si veía su cadáver abajo, pero no miró. Tenía vértigo. La distancia entre la altura y el hondo escapamiento de rocas de abajo daba una sensación de colmillos de una fiera, y eso provocaba un terror en el cuerpo de Javier como al ver a un perro rabioso que le siguiera por todos los lados, con ansía de morder, y esperando el momento… El momento.
Volvió a vomitar. Entonces vio una figura en mitad de la horda de gentes bailando, lentamente, como unos zombis casi autómatas a los que se les acababa las pilas; era una figura conocida. Con un pelo negro, eso veía; sólo era algo que se movía entre las olas de gente; esperó nervioso; no podía, aunque lo intentara con sus ojos que querían ser unos prismáticos, ver esa figura. Avanzó poco a poco. Sin precipitarse, tranquila. Entonces fue ya figurando quién era. Su cuerpo con tacones y emperifollada sencillamente pero seductoramente, ya le figuraban quién era; sólo eso le dio con la respuesta. Pero pronto descubrió que venía con alguien.
Al conseguir desenrollarse de esa serpentina marea de gentes, la vio; además ella, detrás, de su mano, había un chico, o chica porque no sabía cómo definirlo, que era bastante andrógino. En estatura se presentaba como la de Javier, algo mayor, no mucho, de la de Viqui. A sus ojos había de ser el “nuevo amante” que ella había adquirido para herirlo aun más; que ella le clavaba una aguja en el corazón al verlos juntos, sin duda lo sabía Javier, y también Victoria, y eso, para Javier, era la manera de vengarse.
Javier era un enamoradizo casi de una profundidad estúpida; en que deseaba la felicidad y un olvido de una soledad que nunca se desgajaba de su piel; si para Rodolfo sólo era un salido que busca un argumento para calzarse a una mujer, para Pedro sería algo así como lo contrario, pero lo mismo aunque del revés, un ser enamoradizo que sus instintos sexuales busca un amor deseado; la opinión de Jorge era una unión de esos dos, que Javier buscaba sexo y amor a la vez, y la causa y el efecto se juntaban, anudaban, palmoteaban , pegaban a Javier y se desenmarañaban para hundirle en el fango, eso de manera metafórica: él decía, “es un enamoradizo que busca sexo; un salido que busca el amor.”, a modo muy orwelliano. Por eso su cara inexpresiva, ante la presencia de Viqui, no era extraña; intentaba la compleja aflicción de estar duro y, a la vez, porque lo desea una parte muy íntima suya, débil; quería ser un ogro, quería besarla; podía haberla dado una bofetada y hecho ahuyentar, podía haberla dicho un “te quiero”. Pero no pudo. Se quedó pálido, como si hubiera visto a un muerto; parecía que la máquina, su cerebro, hubiera parado por huelga, algún derecho cortado o algo así, o por falta de fondo.
Ella quiso imitarlo, pero sin querer mostraba con una sonrisa como lastimera, ese rostro de los perros cuando están tristes antes de la muerte, cuando saben que han hecho mal o en los momentos de una empatía casi homínida. El chico de detrás estaba igual de inexpresivo que él, pero con una diferencia, éste no mostraba dureza, más bien aburrimiento o una sensación inefable como de no interesarle la situación; parecía como ajeno y, a la vez, alerta de lo que pasaba, como un guardián fronterizo. Su cara le asemejó a Javier al de Jano, un rostro que llevaba la duda escrita; tenía la pregunta de qué o quién estaría pensando.
- Se llama Ra —Dijo Viqui—. Es un nombre raro, sus padres son unos amantes de la egiptología; son lo típicos que, deseando sufrir a su criatura, les ponen un nombre raro. A veces los padres son así, algo contradictorios.
- Ya… —Contestó Javier con la misma faz.
- Es un amigo— Dijo como para no ponerlo celoso—. Quería presentártelo, había querido presentártelo antes, pero… No había sido posible; como no nos hemos encontrado hasta ahora… —Apuntó como deseando dejar en el aire que él era el culpable del incidente; “como de todo”, él se dijo mentalmente Javier al notar esta esencia en el mensaje.
- Hola —Dijo Ra, con un tono casi de divinidad. De Hybris más bien— Encantado.
- Igualmente.
- Quería hablar contigo, a solas…, Javier.
- Claro, Viqui. ¿Tomamos algo? —Intentó relajando el asunto— Recordando los viejos tiempos.
- Claro, claro. Los viejos tiempo nunca han acabado. Por lo menos las cosas no parecen cambiar aquí, ¿no crees? Todo parece en el pueblo como siempre hubiera sido así, como si nunca fuera a cambiar; es como… si estuviera estático. Bastante solitario, pero bello… La belleza de esa sensación…
- Es que la belleza en realidad es una percepción, por tanto la belleza debe de estar en los sentidos; no con ello, la Razón no deja de tener belleza, porque la Razón es la mayor percepción, pero que bebe de los sentidos, una esclava y, a la vez, esclavizadora.
- Joder, vaya galimatías… Es muy contradictorio. Bueno, la Verdad debe ser eso…
- Sí… ¿Qué tal?
- Bueno, igual que siempre, como lo puedes recordar tú.
- Ya… Sí.
- ¿Y tú?
- … —Respiró hondo, pensando qué decir.
- Silencio… Bueno, es buena respuesta… Algo solo te veo, el silencio es una mueca de ello.
- ¿Por?
- Bueno, si no fuera así, hubieras dicho algo. La infelicidad o una de dos, es algo que muestra en un culmen de una supuesta felicidad, o con la dramática dureza o debilidad que me muestras.
- Pero…
- No me digas que no…
- ¿Y por qué no?
- Como que te conozco. Soy parte de ti. Quieras o no.
Se quedó dubitativo. Pero ella no quería que pensara, quería hacerlo reaccionar.
- Venga, vamos a fuera a hablar.
- Espera que me despido de éstos.
- Vale.
Javier se dirigió a sus amigos. Y ellos se despidieron algo descontentos. Querían que se lo pasara bien, y llegó y se fue el primero y casi al venir al bar. Le dejaron ir.
- Joder, parece que no quiera estar con nadie; es como si estuviera entre fantasmas… —Ladró Jorge.
- Bueno, él tendrá los suyos… —Suspiró Pedro.
- Siempre tan toca pelotas…. Que se deje de ellos y que despierte, que se deje llevar y olvide esas cosas; que siempre fuera del mundo es malo. —Reprochó Rodolfo.
Salieron a la calle Viqui y Javier. Paseaban. Hacía mucho frío y las manos de Javier se congelaban; ella parecía inmutable, deseando hablar con él.
- ¿Te acuerdas cuando me decías que no eras más que alguien que engaña, que usa trucos, que intenta sorprender aunque todo el mundo sepa sus intenciones y que finalmente como no sabe engañar y todos lo saben enseña su baza?
- Sí. Muy filosófico.
- Siempre lo fuiste… —Se reía ella— Demasiado complicado y, claro, como lo eres, pues siempre me pegas algo de eso…
- Sí, tengo algo de residuo radiactivo. No era mi intención contaminarte…
- Sí, sí que lo era. Lo que pasa es que no te gusta que yo me parezca a ti, porque yo soy parte de ti ahora; tú quieres ser tú, y yo me volatilice sin más. Que me olvide…
- Pero tú están escondida en mí…
- Sí, porque me sigues queriendo.
Le besó. Sus labios ardían. Entre el fuego se vinieron imágenes de cuando se daban besos así. Parecía un sueño, como ese momento con el pueblo estático, congelado. Entonces oyeron algo a lo lejos. Se presentaron cabalgando, al son de una nebulosa niebla. El relincho de sus caballos se escuchaba como un eco reverberando por todos lados; hubiesen parecido el relincho de unos caballos endemoniados si ya no se creyese en esas cosas. Su aliento podía ser escuchado si uno se hubiera acercado a sólo unos cuantos metros. Parecían bastantes cansados, y también furiosos. ¿Alguien los cabalga? No sé ve. ¿Unos caballos cabalgando solos? Eso era imposible. Pero no se dejaron fotografiar por los ojos para que supiéramos si eran cabalgados o no. Sólo que el corazón de sus espectadores se quedó atónito.
Ella se ciñó a su cuerpo. Violentamente como una Dafne mitológica. Los ojos berninianos y un cuerpo que se había abrazado al suyo. Él sólo notó como su corazón latía muy fuerte. Pero siguieron andando. Solos por la calle.
- ¿No me hablas?
- No me apetece…
- Ya te has olvidado de mí…
- Creo que sí.
- Pero me sigues queriendo, tenlo claro…
- No lo sé… Cada vez me acuerdo menos de ti, y lo noto a cada paso que damos; pero sí, algo me hiere el corazón cuando te veo…
- Ya…
- Pero es así la cosa…
- ¿Cómo?
- No lo sé.
- ¿Cómo que no lo sabes?
- No lo sé.
- Ay, qué pesado con que no lo sabes. Me quieres, pero dices : “es así la cosa”.
- No lo sé.
- Me niegas…
- No. Simplemente es que dudo de todo esto.
- ¿Por qué?
- Porque estás muerta…
- Sí.
- Y te irás aunque me haya olvidado y crea no quererte, pero me duele…
- Sí.
- ¿Te vas a ir?
- No me queda otra.
- Ya veo… No sé…
- No hace falta que digas nada… Lo sé. Lo sabes tú. Yo no existo…
- Sólo un fantasma.
- Sí… Adiós…
Entonces ella caminó por en medio de la calle, la vio a lo lejos como una sombra; pasó por una farola que iluminaba la niebla y hacía que pareciera un portal entre el suyo y el de Javier; al poco sus pasos la hicieron invisible, fuera de la luz de la farola, y se fundió con la Niebla, que dejaba todo en el olvido. Cerró los ojos, luego los abrió. Él se quedó mirando a “esa nada” , y todavía podía percibir su voz, algo tangible que los uniera y que no le pareciera un sueño.