Al caer la tarde, fue disminuyendo la intensidad de los últimos rayos de luz cobriza que inundaba los campos de Munda. La jornada coincidía en su finalización con la terrible batalla librada. Aún se escuchaban a la distancia, los gritos de aquellos que en la euforia incontrolable de la victoria, seguían persiguiendo a los pocos enemigos dispersos que quedaban, y la súplica inútil de estos por un poco de piedad, que les era denegada con una mueca de goce perverso, antes de asestarles el mandoble final.
El hedor familiar de la mezcla de sudor, sangre y muerte se colaba por la nariz del guerrero, exaltando su salvaje instinto de satisfacción. Cayo Julio César se erguía impávido, todavía empuñando su gladius, la espada corta de combate, en medio de aquel caos en remisión, sobre el terreno donde se había producido el feroz enfrentamiento. Miraba a su alrededor, como reafirmando con su imponente presencia aquella tercera y definitiva victoria consecutiva, posterior a las de Farsalia y Tapso, sobre las huestes del conservador Pompeyo, y que ponía fin a la Segunda Guerra Civil Romana.
Hoy por fin la República era suya. El,
era en realidad, la República.
- ¡Imperator! lo saludó respetuosamente un pequeño grupo de sus más fieles lugartenientes, en distintas condiciones de entereza, que lo rodeaba a cierta distancia, con manifiesta admiración. El estridente fragor producido por los incontables choques de metal contra metal aún perduraba, resonando en sus oídos.
“Emperador...” murmuró para sí mismo, esbozando una sonrisa apenas perceptible con sus labios resecos por el tremendo esfuerzo de aniquilar.
Abruptamente, desde la dulce profundidad de su ensueño emocional de gloria, volvió a la cruda realidad circundante. Fijó la mirada en sus subordinados sin delatar ninguna emoción, y ladró algunas órdenes pertinentes a los preparativos necesarios para la reagrupación y el regreso de sus legionarios a los cuarteles.
Marco Poncio y Décimo Augusto fueron designados para acompañarlo en el carruaje que inmediatamente partiría hacia Roma. Era imperativo que retornase lo antes posible para comunicar personalmente los acontecimientos, en una sesión extraordinaria, ante los senadores del Foro Romano.
Veinticuatro horas más tarde, en el inicio de otro crepúsculo memorable, agotado pero exultante, realizaba los preparativos junto a sus dos estrechos colaboradores, para dirigirse al magno recinto republicano. Deseaba lograr un efecto contundente. Quería que el atuendo de su figura trasmitiese imponencia ante la simple toga que usaban los senadores, mas no podía decidir que manto luciría mejor sobre sus mejores galas de general, si el sagum o la paenula.
Perturbado, se plantó frente a sus dos oficiales de confianza. En su mirada de halcón podía distinguirse una mínima traza de inseguridad. La pregunta fue directa como una saeta:
- Marco, Décimo, quiero de ustedes una respuesta sincera a una pregunta muy simple. ¿La paenula, sobre este particular faldón de cuero nuevo que llevo, no me hace parecer más gordo y petizo?
- No..., no..., para nada...!!! – Contestaron casi al unísono sus sorprendidos asistentes – El César se ve realmente esbelto en ella – Agregó apresuradamente Décimo, dando al comentario una excesiva severidad, para encubrir la adulación de su tono.
- Muy bien, que así sea, y aunque yo realmente no estoy para nada convencido, debo confiar en ustedes porque además, también se me ha hecho tarde – Concedió con un suspiro de resignación el altivo emperador.
Dió media vuelta y se dirigió rápidamente hacia la puerta. Antes de trasponerla para ir a enfrentarse a la venerable audiencia, con voz tajante agregó, quizás para reforzar su propia endeble convicción, una de las frases más célebres de la histroria:
- Ahora ya no hay vuelta atrás, que sea lo que Júpiter quiera.
¡Alea jacta est...!