Como todos los años, tuve que ayudar a la estúpida de mi hermana a colgar las putas luces de colores en el balcón. Pero, bueno, ¿qué obsesión enfermiza tiene con esas luces musicales, con una música estridente que entra en los oídos como alfileres? Al menos, esta navidad eran distintas; cada una de las bolitas tenía un ritmo que concordaba con las otras, produciendo melodías que, he de reconocerlo, eran preciosas. En vez de molestarte, te ayudaban a dormir, te relajaban hasta el punto de perderte en tus propios pensamientos durante horas. Supongo que mejoré mis relaciones con mi hermana; nos pasábamos las tardes tumbados en el césped, escuchando la interminable canción. Tin tin tin, tin tin tin, tin tin tin tin tin…
Así pasamos hasta el día 24 por la noche. Toda mi familia se reunía en la casa de mis abuelos, en Santiago de Compostela. Mis primos nos organizaron una gran bienvenida y nos invitaron a dormir junto a ellos, y montar una fiesta… sin bombillas de colores. ¿Cómo coño vamos a hacer una fiesta sin ellas? Estuve en una esquina, rememorando las melodías que, inevitablemente, se habían hospedado en mi cabeza. Las añoraba a todas horas; incluso cuando, al día siguiente, abría los regalos, no pude evitar acordarme de ellas. Sí, me regalaron un reloj “guay del paraguay” (palabras textuales de mi hermana), una play station 3 y un puto jersey de lana tejido por mi tía Betty. Entonces tomé una decisión difícil.
Reservé un vuelo para el 30 y pasé el año nuevo solo en mi casa, comiendo las uvas mientras escuchaba las campanadas y la música celestial de las bombillas del balcón. Un día después, mis padres llegaron a casa y me castigaron sin máquinas ni televisión durante seis meses… y sin luces. Las quitaron y dijeron que el año que viene las volverían a escuchar. Hijos de puta. Huí de casa con las bolitas colgando de mi hombro, y las enchufé en el vestíbulo del primer edificio que encontré. Tuve suerte, y los vecinos me dejaron ponerlas. Dormí junto a ellas, acunado por su dulce música y su delicada luz.
Cuarto día de mi huída: me he hecho famoso, ya que toda la gente de la ciudad me anda buscando. Hasta mis padres han salido por la tele. Por estos tiempos, los secuestros de niños son muy populares y polémicos. En fin, tuve que huir de la ciudad con mi tesoro y esconderme en la montaña, donde encontré, gracias a Dios, un enchufe en una cabaña. Mientras escuchaba la música, oí unas voces lejanas, pero no les di importancia. Pero entonces me di cuenta de que estaban en mi cabeza. Asustado, les presté atención detenidamente.
-Sal de la cabaña… Sal de la cabaña…
Como poseído, salí de ella y me encontré con una presencia etérea. Mi abuelo Alfonso.
-Únete a nosotros Pablo…
Sentí que mi alma se desprendía del cuerpo; pero antes de irme, debía aclarar una cosa.
-¿Tendré la melodía a mi lado?
-Para siempre.
Entonces, volé junto a él y a mis preciadas luces.