“¡Carajo!” Soltó Ramirez mientras otra explosión sacudía la quietud de ese cristalino cielo nocturo estrellado y frío.
Mas allá, sobre las colinas, se vislumbraban relámpagos de fuego salpicando aquí y allá la negrura de la noche. Unos instantes más tarde llegaba el sonido de las explosiones más lejanas apagado por la distancia, pero con el poder suficiente como para sacudir levemente el suelo blando.
Los dos hombres de infantería, el soldado Ramirez y el dragoneante Palavecino, ocupaban el mismo agujero de zorro que ellos mismos habían cavado unos días atrás, a unos doscientos metros del vasto mar del sur en la Bahía de Berkeley, en algún lugar de la vasta y desolada playa de arena gruesa y casi negra de la Península de Freycinet, en la Isla Soledad, la más occidental de las Malvinas.
La incómoda trinchera, lo suficientemente amplia como para albergar estrechamente a los dos corpulentos soldados, estaba llena de agua hasta la altura de las rodillas. Era casi inútil tratar de achicar el nivel del helado líquido con el herrumbrado tarro de conserva de duraznos que tenían. A medida que la sacaban, el agua brotaba desde el fondo del pozo como si éste fuese un manantial.
“Carajo” Volvió a mascullar por lo bajo Ramirez, mientras su compañero nada más se limitaba a mirarlo resignadamente con ojos cansados.
El desafio era permanecer allí ocho horas hasta el próximo relevo de guardia y el agua fría no solamente penetraba las botas, empapaba los dos o tres pares de gruesas medias y congelaba los pies hasta no tener sensibilidad en los dedos, sino que su nivel seguía aumentando peligrosamente si no la trasvasaban constantemente desde el pozo hacia afuera, en turnos alternados de diez minutos cada uno.
Aparte de atender este grave problema, debían cuidar que las obsoletas armas que portaban no se mojaran, pués eso las tornaría aún más inservibles de lo que ya eran y vigilar atentamente la playa por si allí detectaban algún signo de desembarco masivo.
De todas formas carecían de un medio de comunicación directo con los otros puestos de guardia o con sus superiores. Las radios portátiles que funcionaban eran escasas y su uso estaba reservado exclusivamente para los oficiales. Sólo contaban con dos bengalas de señalización que debían disparar en caso de verdadera emergencia, para advertir a los demás improvisados defensores de la isla que el león británico había llegado para reclamar lo que creía suyo. Sólo rogaban que esas bengalas estuvieran lo suficientemente secas como para poder ser disparadas en caso de ser necesario.
El tiempo transcurría con extrema lentitud en ese ambiente tan desalentador. La conversación entre ambos compañeros había sido reducida a un mínimo y por lo general consistía en puteadas de diversa intensidad, a menudo contra el enemigo, o dirigidas la mayoría de las veces, hacia la falta de capacidad para tomar buenas decisiones de su propio gobierno o de sus comandantes y de la paupérrima preparación y equipo militar con que contaban en general.
De la familia se hablaba poco. Del futuro menos. Trataban de mantener un alto nivel de concentración y motivacion para mantenerse vivos en medio de toda esa gama de situaciones adversas que debían batallar día a día, sin contar al verdadero enemigo de carne y hueso, con uniforme impermeable y calefaccionado, con equipamiento militar infinitamente superior, a quien todavía no habían enfrentado cara a cara.
El bombardeo de las fragatas y destructores ingleses sobre Puerto Argentino o Port Stanley, dependiendo de la posición de quien lea estas líneas, había comenzado previsiblemente al anochecer, para que las sombras de la noche austral desalentaran la posibilidad de cualquier contraataque aéreo sobre la poderosa armada británica.
El bombardeo parecía no tener prisa pero tampoco pausa. Desgastante, pertinaz, devastador. Para que quedara bien en claro que la disponibilidad de recursos bélicos no iba a ser un problema para las fuerzas atacantes, a pesar de la distancia que los separaba del centro de reabastecimiento más cercano.
Ramirez, jadeante y sin decir palabra, alargó el brazo para pasarle el recipiente y el turno para desaguar a su compañero Palavecino e inmediatamente se desplomó en el escalón de grava húmeda que habían cabado en una de las paredes laterales de la trinchera para poder sentarse. Se sentía exhausto, desanimado, sucio y hambriento. Atinó a pensar solamente para sí mismo que esa iba a ser una larga noche de guardia.
***
Cerró los ojos por unos minutos y sus pensamientos se transportaron hacia la soleada tarde de principios de abril, cuando estaba jugando con su sobrino en el jardín al frente del chalecito de sus padres en Villa Luro, con quienes todavía vivía ocupando la misma habitación de su niñez. Recordó como había visto distraidamente llegar al cartero en bicicleta y nunca imaginó que éste era el portador de un telegrama de citación urgente del Comando en Jefe del Ejército Argentino, para presentarse a la mayor brevedad posible ante una unidad de combate asentada en Campo de Mayo.
Fué una gran sorpresa para toda la familia. Hacía apenas poco más de un año que había cumplido con el servicio militar obligatorio, donde había aprendido cualquier cosa menos instrucción militar formal. Ya había logrado conseguir un trabajo estable que le permitía hacerse ilusiones de un futuro prometedor. Pero el país ahora estaba en guerra, nuevamente en guerra después de gozar de aproximadamente un siglo de paz, sólo que esta vez la cosa era contra uno de los guapos del planeta, nada más y nada menos que contra Gran Bretaña y sus múltiples aliados. Realmente había que estar un poco trastornado o borracho o ambas cosas juntas como para siquiera intentar guerrear contra semejante adversario colosal.
Esa noche, Alejandro Ramirez preparó triste y nerviosamente un pequeño bolso de mano con algunas pocas pertenencias que se le había ocurrido podría necesitar y al amanecer del día siguiente, se presentó ante la unidad militar especificada en el telegrama de citación. Allí rápidamente lo incorporaron, le suministraron un uniforme verde oliva desteñido y ya usado, armamento en duduoso estado de funcionamiento y muchas arengas patrióticas destinadas a despertar en su interior un sentimiento de justicia largamente postergada y una firme convicción en la creencia de que era parte de un ejército libertador del siglo veinte.
Unas dos semanas después, su regimiento era destinado a la defensa del norte de la Isla Soledad, a donde fue trasladado en un avión Hércules de la Fuerza Aérea.
El dilema moral que más debatía su razón era la muy cierta posibilidad de tener que matar a otra persona de ser necesario. No creía en la violencia ni en las guerras, pero había vivido lo suficiente como para saber que desgraciadamente el mundo se manejaba de esa forma desde sus comienzos. Y sabía que en infinitas ocasiones los seres humanos habían sido brutalmente forzados a decidir en pocos segundos si se dejaban matar o se defendían matando para sobrevivir.
En esas divagaciones se hallaba el soldado Ramirez, cuando su compañero le tocó el hombro para hacerle saber que otra vez era su turno para seguir sacando agua de la trinchera. Abrió los ojos volviendo subitamente a la realidad que lo rodeaba, asintió bruscamente con la cabeza y tomó sin mediar palabra el tarro de latón que el otro le entregaba.
Así fue arrastrando su progreso la noche interminable, en cuyo transcurso iban alternando la tarea de desagote, la observación de la playa y el breve descanso, lejos del ideal que estos dos muchachos imaginaban de los deberes marciales de un soldado libertador.
Horas después, al llegar la ténue y brumosa luz del amanecer, se hallaban calados hasta los huesos por ese frío húmedo y penetrante, con sus pies mojados y con los dedos agarrotados, casi congelados. La única protección contra el rocío de la noche o la lluvia, la brindaba un pedazo de lona oscura impermeable tensada por cuatro estacas a medio metro sobre sus cabezas.
Mientras continuaban su rutina como autómatas aletargados por el frío, de pronto les pareció escuchar a la distancia un muy leve despliegue de movimientos apagados, cautelosos y disciplinados. El sonido que se aproximaba, curiosamente provenía de la parte interior de la isla, contrario a donde estaba situado el mar que debían observar. Detuvieron la tarea de desague y escucharon ansiosamente, prestando total atención en absoluto silencio. Aunque un poco sorprendidos, no les tomó mucho tiempo apreciar que las secas y precisas órdenes que escuchaban en voz baja no estaban dadas en español. Se miraron brevemente, cerraron los ojos a la vez por unos instantes y tragaron saliva dificultosamente. Una fina capa de sudor helado les cubría la frente y el cuello. Comprendieron que el momento descripto heroicamente en tantas arengas victoriosas había llegado por fin, para morir por la patria o vivir con deshonor.
Para vos gordo Ramirez, siempre en mi recuerdo.