Hablar del asunto directamente con Clara era algo que había que descartar de plano. Ella es de las mujeres que sufren en silencio las miserias de una familia no tan feliz, pero que jamás las discuten y menos aún las ventilan a terceros. Aunque todos saben que existen y que estan ahí para proliferar.
Parecía ser que no hablar de los problemas los relegaba a un segundo plano o quizás en cierta forma los negaba. Pero ellos siempre eran los causantes de discordias que se repetían una y otra vez.
Hacia ya un tiempo que el contacto entre nuestras respectivas familias se había ido postergando hasta volverse casi inexistente. Pero Clara persistía en la cotidianidad de sus acciones como si nada ocurriese. Nos enviaba mensajitos telefónicos de texto al menos una vez al día y llamaba en persona dos o tres veces por semana para comentarnos las trivialidades de la rutina diaria.
Constantemente nos hacía invitaciones a cenar, almorzar o simplemente pasar un rato juntos, que nosotros declinábamos una y otra vez, bajo una diversidad de pretextos ridículos que servían al menos para zafar honorablemente del momento. Todos sabíamos cual era la realidad de nuestras negativas. Todos conocíamos exactamente cual era el problema, pero eso no podía discutirse francamente y debíamos seguir hipócritamente con la puesta en escena de las invitaciones forzadas y las subsecuentes mentiras para rechazarlas cortezmente.
Yo, por mi parte, creo firmemente en la verdad. Hablar cualquier cosa de frente por más brutal que parezca, mientras no haya insultos ni gritos y aunque no se llegue a un acuerdo. Por lo menos sirve para escuchar los distintos puntos de vista y los diversos enfoques a una determinada conducta o situación. Siempre pensé que la verdad, aunque cruda y descarnada, es mejor que la mentira ocultista. Hablar la verdad ahorra tiempo y muestra las cosas directamente como son, aunque duelan. Pero claro que sólo se trata de mi opinión.
La cuestión es que la situación con la familia de Clara ya no daba para mucho más y todos seguíamos actuando como si nada pasara. Ella es una excelente persona pero quizás un poco anticuada para su edad. El problema es Dios. Bueno..., digo Dios porque el marido de Clara actua como si en verdad lo fuera. Sus acciones son magnánimas e irreprochables, su palabra es absoluta, indiscutida y la finalidad de sus decisiones es sencillamente incontrovertible. En suma, un idiota descomunal.
Socialmente alcoholizado de viernes a domingo, ningún tema le queda chico. Tanto pontifica sobre teología como de fisica cuántica. Su saber no tiene límites, como tampoco su imbécil ego.
Es agresivamente intolerante y verbalmente abusivo. Es su mérito exclusivo la aislación de su núcleo familiar del resto de los parientes y amigos. Ultimamente ya ni sus hijos soportan su cercanía y sólo su esposa Clara, con exasperante aceptación de sus sagrados deberes, le brinda la compañía que nunca es reciprocada.
Por ese único pero primordial motivo es que los destinos de nuestras familias seguirán separándose hasta cesar completamente todo contacto. Aunque estemos emparentados. Es un destino de alejamiento inevitable. Nadie puede interactuar de igual a igual con Dios, menos aún con uno impostado.
Es una pena por lo que pudo ser. Una pena porque hay algunas afinidades y cariño verdadero. Una pena por la chance perdida de demostrarle al mundo como se pueden solucionar los grandes conflictos con solo un poco de buena voluntad...
Pero no podemos ni debemos doblegarnos a su tiranía, ni perdonar sus faltas porque el jamás perdona las nuestras. Por eso debemos librarnos de su mal, amén.