Era un extraño lugar, donde en otras casas hay cuadros y otros adornos, allí sólo había espejos. Don Gilberto analizaba minuciosamente sus expresiones, cuando un nuevo estado de ánimo se presentaba, allí estaba él para registrarlo. Pasaba horas frente a los espejos. Con su cámara digital y la ayuda de su computador desmenuzaba cada gesto en la pantalla.
Pero su obsesión se acrecentó. Comenzó a jugar ese raro pasatiempo con sus allegados. Organizaba lujosas cenas donde reunía a gente que poco tenían que ver entre sí. En ese juego de relaciones y ayudado por cámaras de video muy sofisticadas, registraba cada conversación, cada mínimo detalle de las inocentes personas que lo visitaban.
Las cosas se fueron complicando, porque le resultaba ya difícil concentrarse en la tarea de maitre de un lujoso restaurante. Llegaban nuevos parroquianos, en lugar de acomodarlos, se los quedaba mirando intentando registrar en su retina las mil caras que pone la gente en ciertas circunstancias.
Después de varias reprimendas por parte de su patrón, lograba centrarse en su trabajo, del mismo dependía la puesta en marcha del “proyecto de los mil gestos”, como él lo había denominado.
Con las sobras del restaurante organizaba las cenas y todo su sueldo se iba en los adminículos cada vez más sofisticados que compraba para tal fin.
Pero esta rara adicción lo llevó a una loca idea, reflejar el gesto de su propia muerte.
Estuvo semanas preparando el acontecimiento, se pidió una licencia en el trabajo que fue aceptada, pensando su jefe que le vendría bien algo de descanso. Cada día estaba más ausente.
Dedicó sus últimos días para el gran final.
Su cuerpo fue descubierto días más tarde por su portero y lo que primero se consideró asesinato pasó a carátula de suicidio.
Pruebas sobraban.
Lo que no tuvo explicación fue la rotura de todos los espejos de la casa que se produjo al ingresar la policía.
Lili Frezza