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ImageShack.us ELECCIÓN
Me decidí a poner por escrito todo lo sucedido después de leer en algún sitio que los acontecimientos guardados en la mente, pierden importancia al plasmarlos en el papel. Necesitaba aclarar mis ideas y dar el justo valor a lo acontecido. El suceso comenzaba a intranquilizar mi ánimo hasta el extremo de no poder ser coherente y una confusión de sentimientos se apelotonaban en mi interior privando de sensatez al discernimiento. Era imperativo poner las cartas sobre la mesa y dar una evaluación correcta a los hechos.
El comienzo de la historia que acababa de finalizar de una forma tan trágica, tuvo su principio el día en que, poco después de mi matrimonio con Carlos, me presentó al grupo de amigos más íntimos; Juanjo, Florencio, Paco y sus respectivas parejas. La de Juanjo, Isabel, la de Florencio, Esperanza, y Lules se unía siempre a Paco pero nadie podía asegurar si eran pareja o solamente amigos unas veces más íntimos que otras.
Yo había llegado a la ciudad en compañía de Carlos donde él había nacido y vivido, después de abandonar mi trabajo como una de las secretarias en la empresa de exportación e importación en la que trabajaba en Madrid, llevada por mi enamoramiento y la persuasión de Carlos que consiguió pidiera la excedencia para probar aquella unión que él, me dijo, deseaba tanto. Naturalmente cuando me planteó la situación sus palabras fueron:
-Inés, yo no puedo dejar mi puesto de Fiscal en el Juzgado, pero te quiero a mi lado. Por lo tanto vas a tener que correr el riesgo de regalarme parte de tu vida... ¿ponemos un espacio de dos años? Si la cosa no salen bien, nos separamos y podrás volver a lo tuyo, y si se afianza... proyectaremos juntos un futuro estable...
Ahí fue donde yo, después de pensarlo sin demasiada intención de negarme, acepté y pedí la excedencia para entregar a Carlos esa parte exigida de mi vida, pero se quedó en un año en lugar de dos, ya que no me concedieron una excedencia más larga. Sin embargo, fue suficiente porque todavía no se había cumplido el año cuando me quedé embarazada y aquella noticia feliz fue el afianzamiento de la unión.
Después de mi primer hijo, nació pronto el segundo y al año siguiente el tercero, los tres, chicos. Por aquellas fechas yo ya estaba integrada en la pequeña ciudad como esposa del Fiscal y mantenía la amistad del grupo más íntimo de mi marido con reuniones semanales casi todas en mi casa, impuestas por la cercanía del cuidado de los niños ya que las otras parejas por circunstancias inexplicables, ninguna de ellas había conseguido un vástago. Todos aceptaban nuestras obligaciones paternales un poco como propias y nunca tuve problemas para encontrar ayuda en momentos puntuales de necesidad. Fueron un conjunto de buenos amigos y me sentía muy afortunada con la demostración de aquel afecto que me ayudó tanto a superar la adaptación del cambio de mi vida, pero entre todos con quien la amistad más se consolidó fue con Lules. La rubia, simpática y graciosa Lules que me demostró su profundo y sincero afecto. Ella fue la ayudadora más completa de mis obligaciones. En los momentos de mis embarazos, en los partos, cuando necesitábamos que alguien cuidara a los niños en una urgencia. Si las ocupaciones me estresaban, ella siempre era la persona dispuesta a llevarlos al colegio para que yo realizara sin preocupaciones mis tareas o simplemente para que descansara y así, poco a poco, fui poniendo en ella toda mi confianza.
Como he dicho antes, Lules (diminutivo o contracción de Lourdes), era graciosa, simpática, espontánea y muy dispuesta para todo. Bonita sin ser llamativa, poseía una figura atractiva, una melena corta rubia natural ligeramente ondulada, proporcionaba un aspecto de angelote a un rostro de piel clara, de mejillas sonrosadas y ojos entre azul-verdoso de mirada inquisitiva pero dulce al mismo tiempo. Era audaz, muy activa, alegre y se hizo querer además de por mí, por mis hijos que adoraban a la Lules que los acompañaba al colegio, que algunos sábados los llevaba al cine o a merendar y en verano, antes de reunirnos las cuatro parejas para irnos de vacaciones, siempre estaba con ellos en la piscina o me pedía permiso para llevarlos en su coche a la playa más cercana.
Carlos y yo nos sentíamos felices. Habíamos conseguido asegurar nuestro amor, sabíamos que nos amábamos, y nos unía una confianza mutua. La situación se enredó de una manera simple, como acostumbran a enredarse todas las cosas.
El Juez de la ciudad era un hombre bastante mayor que Carlos, con dos hijos casados y una esposa sexagenaria, nativa de aquella ciudad, a la que yo conocía de vista pero sin haberla tratado. Su vida se había desarrollado sin salir de sus calles ni de sus cielos, como acostumbraba a decir Carlos que también le daba el apelativo de "marujona", aunque sin mucho ánimo de ofender. Eran sus peculiares características, con las que yo más o menos, estaba de acuerdo. Nunca nos habíamos reunido y jamás tuve una palabra íntima con ella. Si la veía por la calle intercambiábamos los saludos impuestos por la cortesía y nada más.
Un sábado por la tarde a principios de verano, cuando el calor comenzaba a apretar, nos vinieron a buscar las tres parejas amigas y después de merendar en el jardín a la sombra de los árboles, decidimos salir al atardecer para dar un paseo aprovechando la templanza del ardor del sol. Paseamos por el parque de la ciudad, tomamos unas cervezas en una de las terrazas mientras los chicos jugaban a nuestro alrededor. Charlamos sobre cosas serias e insulsas, reímos y cuando ya volvíamos todos juntos para recogerse cada cual en su casa, coincidimos con el Juez y su señora. Por cortesía nos detuvimos a cambiar unas palabras de saludo pero cuando ya la conversación finalizaba, la señora Jueza nos observó a todos, sonriente y fijando su mirada en mi marido y en Lules dijo:
-¡Caramba, Carlos! ¡Quién iba a decir que Lules y tú sólo quedaríais como amigos! Tanto como os queríais.... los enamorados más famosos de la ciudad... porque erais la comidilla del barrio... vamos que todos esperábamos la boda en cualquier momento y mira... ha quedado en nada, pero sois muy amigos ¿verdad? Siempre se os ve juntos.
El silencio fue sepulcral. Creo que nadie supo reaccionar ante aquella revelación de la que enseguida comprendí era yo la única ignorante. No puedo recordar como nos separamos porque en mi cabeza sólo una idea agrandaba sus imágenes hasta convertirlas en gigantescas deformaciones. Lules ha sido pareja de Carlos está continuamente en mi casa, con mis hijos, con mi marido y conmigo. La desconfianza había comenzado su trabajo de zapa. Tampoco sé como nos despedimos, sólo recuerdo que me encontraba en casa, ni Carlos ni yo hablábamos. Nos ocupamos de preparar la cena, del baño de los niños, de acostarlos, y al quedarnos los dos solos, nos miramos en silencio.
-Fue antes de conocerte- dijo con una seriedad jamás expresada en su rostro.
-¿Por qué me lo has ocultado?- el dolor obligó a que mis palabras sonaran como un trallazo. Carlos calló, le noté indeciso, dudoso, no sabía qué decir.
-¿Ha habido alguna relación íntima entre tú y ella en este tiempo de nuestro matrimonio? Dime la verdad.
-No. Ya te he dicho que fue antes de conocerte.
Yo no podía llorar pero un ahogamiento sordo, atenazaba mi garganta obstruyendo mi respiración.
-La has metido en mi casa. Ha formado parte de nuestra familia ¿por qué lo has permitido? ¿Acaso la necesitabas a tu lado? ¿Necesitabas verla? ¿Sentirla ahí?
-Es sólo una amiga...
-¿Se puede ser sólo amigos cuando ha habido una relación sexual, Carlos?
No contestó, tiró sobre una silla una toalla que mantenía en una mano y comenzó a pasear por la habitación. En mi interior se inició un nubarrón de celos. Ella siempre a mi lado y al suyo, siempre una broma, una mirada. Miradas y bromas que, ahora, se agigantaban y a las que en aquel momento les daba otro contexto. De pronto, como salidos de un abismo tenebroso dispuesto a destrozar mi racionalidad, se presentaban ante mí detalles que antes carecían de importancia. Una caricia de Carlos en la cabeza de Lules, un retirarle un mechón de pelo de la cara y sujetarlo tras su oreja. Un beso de despedida o de bienvenida que ahora me parecía excesivamente largo. Un quedar de acuerdo en algo que sólo me concernía a mí. Un confiar plenamente en ella las salidas de mis hijos. Ese regalo para él que ella me ayudaba a escoger con demasiada seguridad en sus gustos. Una palabra que ahora tenía un sentido... "...sí, es que Carlos es así..." Una intimidad del lecho revelada y comprendida por ella sin ningún reparo, como algo habitual, lógico... Una oleada de rabia se apoderó de mí. Me sentí engañada, humillada y profundamente estúpida.
-No volverá a entrar en esta casa- le dije a Carlos sin mirarle a la cara. Estuvo un rato en silencio, le sentí triste, inmensamente triste. Exudaba el dolor por todo su cuerpo y la consciencia de ese sentimiento todavía me enervaba más. Se acercó al ventanal y miró no sé qué, o tal vez nada, luego le oí decir.
-Vas a hacer daño, mucho daño... Nunca te he engañado. Entre ella y yo no ha habido nada después de casarme contigo.
-Tal vez... aunque no sé si creerte... de todas maneras hubiera llegado el momento, estoy segura. Era jugar con fuego, acabarías quemándote. Y ella lo sabía. Las mujeres sabemos a que jugamos con los hombres.
-No...- sentí como lo decía para autoconvencerse, pero aquel simple vocablo transmitía inseguridad.
Aquella noche no me acosté. Tenía que pensar, poner en orden mis ideas. Me arropé con una manta ligera y me quedé adormilada en el sofá mientras pensaba qué debía hacer. Carlos vino un par de veces a buscarme, sin resultados.
-Ven a la cama.
-No. No puedo
-¿Por qué? Allí hablamos...
-No. No puedo hablar, tengo que pensar...
-Pensar qué...
-Lo que debo hacer. No me agobies... estoy muy alterada.
Por más que intentaba dar a la situación una explicación coherente no podía. Aquella mujer que había conseguido ser la amiga más íntima, en la que yo más confiaba, se había adueñado de mi familia con astucia, lentamente, sin yo percatarme de ello. Estaba allí, entre Carlos y yo, entre mis hijos y yo. Siempre presente, en medio de nuestras rencillas, de nuestras alegrías; participaba de todo como una amiga fiel pero era algo más. Era parte de nosotros... parte de Carlos... Su presencia satisfacía a uno y a otra, se complementaban. Mis hijos eran un poco de ella porque también eran de él. Participaba de nuestras sensaciones, de nuestras vivencias. Y entonces descubrí el juego, la forma en que ella se había introducido poco a poco en la vida familiar hasta el punto de ser una más entre nosotros. En aquel momento de lucidez fue cuando la odié.
Al día siguiente me acerqué a su casa. No entré. En el quicio de la puerta se lo dije. Estaba serena. Me escuchó tranquila.
-No vuelvas a entrar en mi casa. No te acerques a mi marido ni a mis hijos. No formas parte de nosotros.
Y poco a poco fui soltando las palabras que atenazaban mi voluntad. Las solté envenenadas, duras, dolorosas, quería hacerle daño porque era la causante de que mi corazón estuviera partido en dos mientras ella se aposentaba en el medio; estaba robando lo más amado por mí, el amor de Carlos, el amor de mis hijos, mi familia. Me apartaba paulatinamente mientras ella se apoderaba de un pequeño hueco cada día, hasta que al fin ocupara todo el puesto que sólo a mí me pertenecía.
Cuando ya me iba me agarró por el brazo y el llanto se desbordó de sus ojos.
-Por favor, Inés, no me desprecies, no me dejes sola... Os necesito... Os quiero a todos...
-Sí... sobre todo a Carlos...
-No... también te quiero a ti y a los niños.... sois míos... sois mi familia.... todo lo que amo...no me abandones, no lo soportaré.
No me paré a analizar sus palabras que sólo me parecieron una incongruente amenaza para triunfar sobre mi vulnerabilidad y me fui. No puedo decir que satisfecha, mis sentimientos eran una mezcla extraña imposible de nombrar. Aquella mujer llevaba demasiado tiempo formando parte de mi vida y un sabor amargo mezclado con una tristeza infinita que alimentaba un orgullo y un odio incapaz de dominar, me llevó hasta mi casa a trompicones. A Carlos no le dije nada, no se si él adivinó una conversación entre ambas. Fuera como fuese, no hizo comentarios. Estaba inmensamente triste, pero su tristeza no era agresiva, era suave, la admitía. Entendía el valor de la pérdida pero con el firme convencimiento de que era inevitable. Y aquella tristeza llena de aceptación, a mi me dolía más que mis odios porque comprendí cuanto la había amado siempre aunque nunca hubiera dejado de amarme a mí. ¿Era eso comprensible o lícito?
Al día siguiente se fraguó la tragedia que me ha llevado al actual estado de confusión. Sé que necesitaré tiempo y ayuda psicológica para recomponer mi emotividad y dar a cada suceso su valor correspondiente porque en mi mente los sentimientos se embarullan de tal forma que no sé donde está el amor sincero o el imaginado y este escrito es el primer paso para poner orden en esos afectos que son una maraña enredada de sensaciones dispares.
Carlos llegó a media mañana. Yo estaba atareada en la casa después de preparar los desayunos y la marcha al colegio de los chicos. Estaba desencajado. Se quitó la americana que puso sobre el respaldo de una silla. Remangó hasta medio brazo su camisa blanca, luego hizo un gesto muy suyo. Apoyó las manos justo debajo de sus caderas. Me miró con una tristeza en la que pude leer el terror, en sus ojos pude ver una profundidad jamás visible hasta aquel momento. Le costó hablar, noté su esfuerzo al pronunciar las palabras. Yo estaba a la expectativa.
-Lules ha muerto...
-¿Qué...?
-Se ha suicidado. Se cortó las venas en la bañera.
El mazazo fue brutal. Dolor, compasión, frustración, odio hacia no sabía qué o quién y sobre todo un inconmensurable sentimiento de culpabilidad me dejó sin fuerzas. Las piernas me temblaban y tuve que sentarme. Carlos estaba inmóvil con la mirada puesta en mí.
-Sé cómo te sientes...-dijo, y me pregunté si de verdad lo sabía.
Luego se movió, no sé qué hizo. Pasó un rato y llamaron a la puerta. Eran Esperanza e Isabel, Florencio, Juanjo y Paco. Yo no quería hablar, no podía. Todos creían que estaba muy afectada por el suceso, y lo estaba pero no por las causas que ellos creían. Lules se había suicidado porque yo no la supe perdonar... no acepté sus disculpas, no le concedí una nueva oportunidad. Debería haber hablado mas extensamente con ella, haber aclarado los afectos en común con el grupo, pues el conjunto de amigos estaba al corriente de la historia y, tal vez, los sucesos hubieran seguido un camino diferente admisible para todos. Pero el futuro de mis amores, el de Carlos y el de mis hijos... el futuro de mi familia estaba en juego... ¿acaso había otra elección?- MAGDA.