La idea original de este relato no me pertenece. Alguna vez lo escuché en algún lado como un cuento popular. Pero sí son de mi autoría la ambientación, los personajes y el diálogo entre los protagonistas.
***La torridez de esa tarde de febrero en la ondulada geografia del campo entrerriano era exasperante. La resolana inmisericorde castigaba por igual a bestias y humanos, a tal punto que nadie se aventuraba más allá de cualquier sombra protectora, al igual que el ganado, que se apretujaba bajo la inmensa copa de un ombú solitario.
Después del almuerzo, la gran mayoría de los peones chacareros se dispersó para ejercer su derecho irrenunciable al sagrado rito de la siesta. Sólo unos pocos temerarios, se llegaron hasta la pulpería para gozar de la frescura de su techo alto de paja y su piso de tierra oscura, humedecida a salpicadura de balde.
Sentados alrededor de una mesita enclenque, sobre banquetas de cuero reseco, cuatro gauchos jugaban tranquilamente un partido de truco, con naipes amarillentos y ajados por el manoseo de años. Los cuatro calmaban la sed con sendos vasos de vino tinto carlón y fumaban cigarritos liados por ellos mismos con aromáticas hebras de tabaco mesopotámico.
Uno de los integrantes del cuarteto, Acrimonio Paniagua, había traído consigo a su perra Flora, una cimarrona guardiana pero mansa, que lo acompañaba a todos lados y a la que había dejado atada a uno de los postes del amplio alero de entrada.
Mientras jugaban y charlaban, pudieron escuchar el galope de un caballo que llegaba y el resoplido del animal acalorado mientras sus riendas eran atadas al palenque. Instantes después, hizo su entrada al recinto un cabo de la policía pueblerina, conocido como el negro Atilio.
Este se acercó al mostrador, saludando a los presentes, con la gorra en una mano y la prendedura superior de la chaqueta abierta hasta el pecho. Su rostro estaba perlado de sudor y enseguida ordenó un vaso de agua y un tinto para bajarla.
Luego de tomarse toda el agua de un tirón, miró a su alrededor, como buscando alguien con quién conversar, y recordando la perra echada a la sombra, preguntó:
- ¿De quién es la perra que está allá afuera?
- Colijo ha de ser la Flora – Respondió tranquilamente Acrimonio sin levantar la vista de las tres cartas que sostenía en su mano – Es mía.
- Bueno, habrá notao que anda inquieta, pués – le dijo el policía con cierta malicia en la mirada.
- No creo – respondió el gaucho imperturbable – Después que la até, se quedó bien quietecita la mansa.
- No – devolvió el cabo con una sonrisa socarrona – Lo que quiero decir es que esa perra anda en celo.
- ¡Ah! Eso tampoco se lo creo porque ella nunca me ha visto andar mimando a otros perros por ahí – contestó el paisano.
El agente de la ley, confundido por la ingenuidad de Acrimonio y empezando a creer que le estaba tomando el pelo, dijo con sorna:
- Parece que no me entiende amigo. Su perra, está alzada.
- No puede ser – dijo el gaucho, mirándolo al otro de reojo – Yo la puse en el suelo y ella no se deja levantar por naides.
- ¿Es que no cae, aparcero? – El oficial se adelantó unos pasos sacando pecho, ya bastante ofuscado – Ese animal está caliente.
- ¡Ni modo! – le espetó el chacarero también molesto ante la insistencia del otro – Antes de atarla me fijé bien que quedara a la sombra y le puse un tarro con agua fresca.
El negro Atilio, ya abiertamente furioso por la sonsera de Acrominio y las risitas apagadas de los otros pocos concurrentes, explotó:
- ¡Lo que su perra quiere paisano, es ser servida y pronto!
- ¿Y usté qué sabe milico? ¡Yo mismo le sirvo la comida dos veces al día! ¡Y como puede ver no está flaca! – soltó picante el gaucho ya casi enardecido, rozando con la mano la empuñadura de su facón.
- ¡No, no, gaucho bruto! - gritó el cabo pateando el suelo con el taco de su bota - ¡Esa perra anda queriendo hacer el amor...,tener sexo, quedar preñada, entiende?!!
- ¡Ah...! – se desinfló Acrimonio un poco más aliviado – Hubiera empezado por ahí compadre. Déle nomas, haga el gusto. Siempre quise tener perritos de policía...