Álvaro Buela
Aunque sea casi un desconocido para las nuevas generaciones,
Henri-Georges Clouzot (1907-1977) fue uno de los abanderados del cine
francés de posguerra, debido a un indudable dominio técnico del diálogo,
el encuadre, el ritmo y la ambientación. Ese dominio se impuso a una
cosmovisión amarga y cínica del mundo, la sociedad y las relaciones
humanas, y le granjeó un prestigio que, en los años 50, trascendió
fronteras. Con El salario del miedo (1953) y Las diabólicas (1955),
Clouzot afirmó una reputación de narrador implacable y conciso de
materiales que se movían entre el suspenso y el sadismo, como ecos
distorsionados de su época.
El mote de "Hitchcock francés" que se ganó por entonces tenía su
fundamento en la similitud que había entre ambos cineastas en la
manipulación emocional del espectador, en la detallada planificación de
la puesta en escena y en el tratamiento inclemente, a veces brutal, que
dispensaban a los actores. Ambos rivalizaron caballerosamente en la
búsqueda de historias, y es sabido que Hitchcock quería obtener los
derechos de la novela (de Georges Arnaud) en que se basó El salario del
miedo y que buscó a los escritores de Las diabólicas (Pierre Boileau y
Thomas Narcejac) para basar un film propio, que terminaría siendo
Vértigo (1958).
Pero el paralelismo se agota pronto. Mientras en Hitchcock hay una
elaboración irónica de los arquetipos y una inversión de las
expectativas del orden burgués, en Clouzot acecha una misantropía
desprovista de humor, que se nutre de un realismo contrastado, no por
sórdido menos sensual. En ese sentido, Clouzot fue un heredero de la
literatura realista del siglo XIX (Dickens, Balzac), tamizada por una
fuerte dosis de nihilismo nietzscheano y por otro tanto de expresionismo
alemán, corriente que absorbió durante su estadía en los estudios
Babelsberg, a principios de los años 30.
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LA CONTRA. Ni en su debut en el largometraje (El asesino vive en el 21,
1942), ni en la infame El cuervo (1943), financiadas por el dinero nazi
de la empresa Continental, había alusión directa a la guerra ni a la
ocupación que les eran contemporáneas, aunque es inevitable atribuir al
contexto la morbidez de los climas y la decadencia moral con que ambas
películas se solazaban, enmarcadas por una factura clásica y estilizada.
El Comité de Depuración de la inmediata posguerra lo juzgó
colaboracionista y le prohibió filmar durante dos años, al cabo de los
cuales retornó con Crimen en París (o Quai des Orfèvres, 1947), de la
cual hoy nadie se acuerda y que sobresale como el ejemplar más
equilibrado y honesto de una filmografía convulsionada.
Tan sólo una década y media después, tras haber cosechado premios en
Venecia (Manon, 1949), Cannes (Salario del miedo), Nueva York (Las
diabólicas) y Mar del Plata (La verdad, 1960), la fama y popularidad de
Clouzot estaban en severa crisis. Curiosamente, el motivo del descrédito
no fue el sayo de "colaboracionista" que pesaba en su biografía
(evaluado como inexacto y desestimado por intelectuales de peso), sino
la prédica de los Cahiers du Cinéma contra el "cine de papá", que
desembocó en el advenimiento de la Nouvelle Vague.
Si bien Clouzot formaba parte de los "intocables" del clasicismo
francés, y no figuraba entre los más fustigados por la famosa invectiva
de Truffaut de 1954 ("Una cierta tendencia del cine francés"), fue sin
embargo el blanco exclusivo de otro texto posterior del mismo Truffaut
("Clouzot en el trabajo o el reino del terror"), donde se lo pintaba
como tirano malhumorado y controlador obsesivo. Godard, por su parte,
declaró que "El único film interesante de Clouzot es aquel en el que
buscó, improvisó, experimentó o vivió algo: El misterio Picasso", un
registro del método creativo del pintor filmado en 1956, que representa
una rareza dentro de la obra del cineasta, no sólo por su carácter
lúdico sino por la libertad de su estructura.
Los ataques no eran del todo sinceros (Truffaut confesó después que en
su adolescencia había visto El cuervo trece veces y que se sabía los
diálogos de memoria), pero en el fragor del momento tendieron a
radicalizarse: Clouzot ya no era "intocable". A fines de 1960 falleció
su esposa y colaboradora Vera, y el hombre duro se quebró en una
depresión. Emergió de ella con un proyecto que revolucionaría el cine,
le daría una lección a los jóvenes incordios de la Nouvelle Vague y
restauraría su castigado prestigio. Se trataba de una historia sobre los
celos que corroen a una pareja en vacaciones, protagonizada por Romy
Schneider y Serge Reggiani, y se llamaría L`Enfer (El Infierno).
PERDIDO EN EL SET. Con el apoyo ilimitado de un estudio de Hollywood
(Columbia), durante varios meses de 1964 Clouzot y su equipo estuvieron
haciendo pruebas de cámara y efectos ópticos con película color, para lo
que en el film sería la representación alucinatoria de los celos. El
resto se rodaría en blanco y negro. En julio, un populoso equipo de
rodaje (que incluía a tres directores de fotografía con sus respectivos
asistentes) se trasladó a un balneario al sur de Francia. El hotel
elegido como locación principal se encontraba junto a un lago que, una
vez terminado el rodaje, sería convertido en una represa hidroeléctrica.
Había que ajustar la agenda.
Entonces ocurrió lo inesperado. El planificador puntilloso, el ogro de
los rodajes, el trabajador compulsivo, comenzó a mostrarse inseguro y
balbuceante. Improvisaba escenas que reescribía durante su insomnio,
hacía repetir infinitas tomas de un mismo plano, obligaba a Reggiani a
correr ante las cámaras durante interminables jornadas. La relación
entre el actor y el director se tornó cada vez más tensa, hasta que un
día Reggiani desapareció del rodaje, aduciendo una fiebre infecciosa, y
no volvió más. Se intentó reemplazarlo por Jean-Louis Trintignant, pero
el inminente drenaje del lago no dio tiempo a filmar nuevamente las
escenas de Reggiani. El director siguió filmando con los demás actores,
pero al cabo de unos días sufrió un ataque cardíaco y debió ser
hospitalizado. Un rodaje planificado para 18 semanas se suspendió a la
tercera.
Casi medio siglo después de aquel infortunio, el curador y especialista
Serge Bromberg -responsable de la restauración de L`Atalante y Sombras
del Paraíso (Les enfants du paradis), entre otros clásicos- logró
completar un documental que aporta un completo relevo de los hechos. En
L`Enfer d`Henri-Georges Clouzot (2009), Bromberg cuenta con testimonios
de los involucrados directos en el malogrado rodaje, como el director
Costa-Gavras (que se desempeñaba como asistente de dirección), el
eminente director de fotografía William Lubtchansky (recientemente
fallecido), y la actriz Catherine Allégret, que debutaba ante las
cámaras. Sin embargo, el punto alto del film y su verdadera razón de ser
están en la revelación de las imágenes filmadas por Clouzot, tanto en
las pruebas a color como en las que llegaron a rodarse del guión.
Para obtener ese material, contenido en 185 latas de negativo, Bromberg
debió superar varios obstáculos. El primero era legal (propiedad
intelectual, seguros, contratos de los actores), para lo cual el
investigador contó con el asesoramiento de la abogada Ruxandra Medrea,
especialista en derechos de autor, que terminó como socia y co-directora
del documental. El segundo era técnico (revelado y restauración de un
material que había estado almacenado durante más de cuatro décadas), que
fue subsanado fácilmente por ser parte de su oficio. El tercero, que a
la postre resultó el más arduo, fue afectivo, e involucraba a la segunda
esposa y viuda de Clouzot, Inés de Gonzáles.
EL COLOR DE LOS CELOS. Bromberg había conseguido que Mme. Clouzot, de 85
años, lo recibiera en su apartamento, aunque sólo para que ésta le
repitiera lo que ya le había dicho por teléfono: que desde la muerte de
su marido, 30 años atrás, recibía al menos diez propuestas cada año para
reflotar el proyecto y ninguna había prosperado, de modo que tampoco
creía en él y no le entregaría las latas. Luego de una hora de esa
rutina, sin avanzar un milímetro, Bromberg se dejó acompañar por la
mujer hasta la planta baja.
"Así que allí estaba yo en el ascensor, tratando de pedirle gentilmente
que lo reconsiderara, que lo pensara… cualquier cosa", contó más
adelante Bromberg en una entrevista (para la revista CinemaScope). "Y
créanlo o no, el ascensor se detuvo entre dos pisos y la luz se fue. Por
tres horas me quedé atascado en el ascensor con Mme. Clouzot. ¿Un
mensaje divino o sólo un problema mecánico? Cuando nos rescataron de ese
ascensor muy, muy pequeño, ella dijo: `Escuche, ocurrió algo especial.
Creo que puedo confiar en Ud.` Y así comenzó todo. Sin ese ascensor,
probablemente no hubiera habido film".
En los cuatro años que les llevó arribar al corte definitivo de L`Enfer
d`Henri-Georges Clouzot, Bromberg y Medrea debieron visionar,
seleccionar y editar unas 15 horas de negativo mudo, no siempre
identificado y no siempre coherente, y encauzarlo dentro de un relato
unívoco. De todo ese material, el compuesto por las pruebas de cámara
supone una rica experimentación plástica con las formas, el color, las
texturas, la iluminación y los lentes, muy en la línea del Op-Art (u
Optical Art) que estaba en boga por entonces. Rostros deformados o
repetidos al infinito dentro de una composición caleidoscópica; cuerpos
registrados con gelatinas rojas, o verdes, o azules, e iluminados con
flashes giratorios; uso dramático de espejos y vidrios; maquillaje
iridiscente para bocas y pestañas: el muestrario es sorprendente,
incluso "vanguardista".
El montaje de la mitad de dos rostros que conforman uno nuevo preanuncia
una escena clave de Persona (1966), de Bergman. La animación de formas
coloridas sobre los cuerpos y objetos sería después adoptada por la
psicodelia y el Flower Power. Una mujer ataviada con un impermeable
transparente evoca a algún personaje de Blade Runner (1982). Por
momentos, esos experimentos parecen una hipérbole de los efectos ya
ensayados por Hitchcock en Vértigo, multiplicados y llevados a una mayor
excelencia técnica. (La vieja rivalidad seguía viva, después de todo.)
En otros, poseen una connotación enigmática o terrible, como el plano
(en blanco y negro y sin trucos) de la actriz protagónica atada a las
vías del tren, desnuda, mientras una locomotora se le viene encima.
El documental saca buen partido de los tests originales, cuyo montaje
resulta una inevitable interpretación de los resultados buscados por
Clouzot, y los intercala con los planos de la película propiamente
dicha, más convencionales e inexpresivos, salvo por la belleza
incandescente de Romy Schneider (26 años). Para llenar el vacío de lo
que no llegó a rodarse, la película realiza una dramatización despojada
con actores actuales, que leen o actúan los diálogos del guión,
completando así la restauración parcial de un film inconcluso y
auténticamente "maldito".
COLETAZOS. La inmediata conclusión que arroja el documental indica que,
en efecto, Clouzot estaba arriesgando en un terreno nuevo, mucho menos
metódico y cerebral de lo que había acostumbrado, tal vez siguiendo los
pasos de Fellini en su admirada 8 y medio (1963), tal vez perdido en un
autoanálisis que no lo llevó a ninguna parte. Incluso el desenlace de la
historia permanecía abierto, dejando en la incertidumbre si el
asesinato de la esposa era parte de la ficción o de la "ficción dentro
de la ficción", es decir, las fantasías paranoicas del marido.
Al parecer, esa ambigüedad fue uno de los pocos rastros del plan
original que se conservó en la aplacada versión que del guión de Clouzot
filmó Claude Chabrol en 1993, un dato que el documental de
Bromberg-Medrea omite inexplicablemente. Desde el más allá, el viejo
cineasta debió disfrutar la ironía de que, después de tantos agravios,
uno de los exponentes de la Nouvelle Vague (otro hitchcockiano) le
rindiera pleitesía. Pero los verdaderos coletazos de aquella debacle no
hay que buscarlos en la versión de Chabrol sino en la siguiente película
de Clouzot, La prisionera (1968), la única que consiguió financiar
después del intento de L`Enfer.
El film narraba la relación sadomasoquista entre una joven periodista de
televisión (Elizabeth Wiener) y el dueño de una galería de arte
(Laurent Terzieff) aficionado a fotografiar mujeres en situaciones de
sumisión. A medida que el vínculo se profundiza, se vuelve más enfermizo
y también más imposible, culminando en la inevitable tragedia. La
herencia de L`Enfer se filtraba no solamente en el relato de un amour
fou, en el estudio psicológico de una obsesión (de la joven por volverse
mujer-objeto), y en la emergencia de los celos subsiguientes (de su
marido Bernard Fresson), sino en una puesta en escena abstracta, fría,
"cubista", donde objetos de arte, esculturas, móviles y cuadros
oficiaban de permanente contrapunto visual a la perversión del deseo.
Pero había, además, referencias trasladadas a La prisionera directamente
del fallido proyecto. Salvo la misma actriz Dany Carel luciendo el
mismo impermeable transparente, que aparecía en la primera mitad del
film, casi todas las repeticiones se acumulaban en un trampantojo de
cinco minutos que, sobre el final, pretendía representar la pesadilla, o
el delirio febril, o la confusión mental de la joven, ya convertida en
víctima hospitalizada. Allí se sucedían, sin solución de continuidad,
las formas coloridas, la multiplicación de figuras, la fusión de los
rostros del marido y el amante, los flashes estroboscópicos, las cámaras
invertidas o en movimientos circulares, el plano del amante atado a las
vías del tren, el uso de espejos deformantes, los zooms efectistas.
Finalmente, Clouzot se sacó las ganas de incluir los ensayos estéticos
de L`Enfer en un film terminado, sólo que (en el año de 2001, Odisea del
espacio, del mayo francés, de la psicodelia) ya no lucían tan efectivos
ni tan revolucionarios, y menos si se acumulaban en desorden dentro una
suerte de primitivo video-clip, sin conexión visible con el conjunto de
la obra. En ocasión de su estreno, La prisionera padeció la
defenestración crítica y el fracaso comercial. Vista hoy, la película
impresiona como una hija de su época, entre el oportunismo y la
modernidad obsoleta, mientras que en términos dramáticos nunca termina
de resolverse el conflicto íntimo de la protagonista (que
simultáneamente a su inclinación masoquista está editando un documental
sobre violencia doméstica).
Pero, del mismo modo, es justo reivindicar el impulso por explorar desde
la estética un asunto escabroso, y sobre todo la impecable
construcción, a puro cine, de un par de escenas dentro de laberintos, o
la lección de sadomasoquismo ante una víctima imaginaria. En esos
pasajes reaparecía, fugazmente, la mano segura de un viejo artesano, que
había perdido el pelo pero no el morbo.
Filmografía
La terreur des batignolles (corto, 1931)
Caprice de princesse (1933, con Karl Hartl)
Tout pour l`amour (1933, con Joe May)
El asesino vive en el 21 (L`assassin habite au 21, 1942)
El cuervo (Le corbeau, 1943)
Crimen en París (Quai des Orfèvres, 1947)
Manon (1948)
"Le Retour de Jean", episodio de Retour ala vie (1949)
Pituca y su mamá (Miquette et sa mère, 1950)
El salario del miedo (Le salaire de la peur, 1953)
Las diabólicas (Les diaboliques, 1955)
El misterio Picasso (Le mystère Picasso, 1956)
Los espías (Les espions, 1958)
La verdad (La vérité, 1960)
Giuseppe Verdi: Messa da Requiem (1967, para televisión)
La prisionera (La prisonnière, 1968).
Remakes
TRES de esos títulos merecieron remakes de Hollywood: Cartas venenosas
(The 13th Letter, 1951, dir. Otto Preminger) adaptación de El cuervo; El
salario del miedo (Sorcerer, 1977, dir. William Friedkin); y Diabolique
(1996, dir. Jeremiah Chechik) de Las diabólicas.
Fuente:El País Cultural
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En busca de la Fortuna.
Marioes.