Cinco científicos indolentes, miraban con atención un huevo de gallina. Todos y cada uno de ellos, con sus galardones y sus medallas, que no con sus distinguidos diplomas, que colgarían pedantemente de alguna pared, miraban, ya digo, un huevo de gallina a punto de eclosionar, arracimados en torno a la mesa donde reposaba el nido artificial. Todos, de una manera u otra, serían a partes iguales, los padres de la criatura. Cada uno había aportado su granito de arena, genéticamente hablando, para que aquel logro de la ciencia llegara a ver la luz.
Uno decidió que el bicho habría de tener la masa corporal equivalente al triple de lo habitual tratándose de un pollo de gallina. Otro invirtió cientos de horas en que la carne del animal aún no nato, tuviera sabores y texturas delicadas, tendiendo como decía el otro, más a vaca que a carnero. Un tercero quiso dotarlo de potentísimas extremidades inferiores, torneadas y musculadas, al estilo de avestruces y ñandúes. Otro fue más allá y quiso que el animal viniera al mundo sin pluma alguna, para así, facilitar el trabajo de desolle a posteriori. Y el quinto, y por ello no menos lúcido, pensó en que si algún día llegara a reproducirse, lo hiciera al menos por partida doble cada vez.
Por todo esto no era de extrañar la expectación que reinaba en sala de aquel laboratorio, a la sazón, más gabinete del doctor Frankenstein que otra cosa. Los cinco científicos, inquietos, observadores de cualquier movimiento de aquel huevo prodigioso a punto de eclosionar, que por la vía de la genética, los haría posiblemente de oro a todos ellos.
Pero el azar, ingrediente secreto de la más nimia fórmula científica, jugó entonces su papel prodigioso. El huevo pareció romper sus costuras al fin, y entre movimientos bruscos y arrebatados, quebró en mil pedazos su cáscara. A resulta de ello, lo único que sacaron en claro los científicos fue quedar salpicados de arriba a abajo por una sustancia pegajosa y amarillenta, de flatulento olor y viscosidad desagradable.
Y suerte tuvieron al cabo, pues me viene al magín la película “Alien” y la escena de la misma donde el ser incubado en la barriga de uno de los personajes, ve la luz provocando un repulsivo pánico.
Pero en esta ocasión, y como dice el dicho, la sangre no llegó al río, y como en aquel otro cuento, por extraer alguna conclusión al respecto, la avaricia y la sinrazón acabó, sino con la gallina, sí con el huevo de oro.
Este suceso me dolió más si cabe al saber que fue sufragado con fondos públicos, lo que dice mucho pero no a favor, del estado de la ciencia en mí país.