-¡Jaquemate en tres! – el muchacho de apenas quince años llevó su dedo índice al puente de las gafas y le dio a estas un pequeño impulso hacia arriba. -¿Firmas tablas?- me preguntó con insultante suficiencia.
Cómo era posible que aquel patán me hubiera destrozado de tal modo. Lo estaba viendo con mis propios ojos, y aún así no daba crédito.
Inició la partida con la determinación necesaria para confundirme. Me entregó de entrada los peones centrales, y puso sobre un ara el alfil de dama, para que yo lo degollara sin remisión.
Mis caballos, percherones curtidos en mil batallas, se desplegaron en brutal razzia en pos de su torre de rey, que adelantó descuidadamente, regalándome ese flanco a mi feroz vandalismo.
Mis peones corrieron al sacrifico con la única arma invencible: la fe en la victoria.
Mi alfil predilecto y sumiso, el de rey, corrió espada en mano por el tablero cercenando cabezas, ensartando bestias, hasta enfrentarse cara a cara con su acobardada dama, a la que acorraló junto a un caballo malherido.
Pero la captura de la melindrosa dama me cegó. Como una sirena, chilló, y gritó y finalmente me susurró al oído la más dulce melodía. Y yo, atribulado por la belleza de su canto, descuidé mi flanco de rey, exponiendo a su majestad al escarnio y la humillación de la derrota.
-¡Vale, chaval. Tablas!- felicité al petimetre. No pude distraer la mirada del rey, que flanqueado por los enemigos parecía exigirme que vengara tan grave ofensa.