Estaba frente a aquella mujer porque era un regalo de cumpleaños. A amigos peculiares, regalos peculiares, ya veis. Pero no, no os penséis que iba a gozar de los favores de una prostituta. Porque la mujer de la que os hablo es una adivinadora del futuro, una profesión tan antigua como la primera, pero un poco mejor vista a los ojos de la gente.
Vestía la mujer con toda la parafernalia propia de su profesión. Falda larga hasta los tobillos y de vivos colores, blusa impertinentemente desabrochada y que insinuaba unos pechos rotundos y provocativos, ojos azules como preciosos zafiros aturquesados, y descollada su belleza toda por una hermosa melena de negros rizos refulgentes como sortijas.
Allí estaba yo, embriagado por su hermosura, temblando como un flan, cada vez que sus dulces palabras acariciaban mis oídos, y mi rostro, y mi cuerpo.
Tras barajar las cartas, hizo dos montones y me pidió que señalase uno. Así lo hice. Acto seguido desechó el que yo no quise y se concentró en el otro. Sin apenas darme cuenta, con la habilidad de un crupier, distribuyó los naipes sobre la mesa. Yo la dejaba hacer, puesto que hasta el más nimio roce de las cartas sumergía mi sistema nervioso en un chasquido sensual y todas mis hormonas estaban próximas a alcanzar el estado de ebullición.
-Veo que tendrás una larga vida- me dijo sin levantar la vista de las cartas. Yo no podía hacer otra cosa que mantener mi vista fija en su rostro inclinado a la espera de que nuestros ojos se cruzaran. Si aquello sucediese, podría ser como un choque de trenes, pensaba.
-Veo un largo viaje. Una aventura por decirlo así- continuó. Escuchaba sus melodiosas frases pero era incapaz de descifrar su verdadero significado, pues mis sentidos estaban embotados y oprimidos. Comprobé con desasosiego que mi voluntad ya no era mía, se la había regalado a aquella linda mujer.
-Y en el amor, en el amor…- dejó en suspenso aquellas palabras y alzó al fin los ojos. Cuando lo hizo, sentí como un fuego arrasador penetraba por los míos y noté el chisporroteo de mi cerebro derritiéndose por el efecto de la combustión.
Estaba allí, frente a ella, embobado y babeando sometido por un sortilegio incapaz de articular palabra ni de mover un solo músculo del cuerpo. Así, de esta guisa, pudieron pasar lo mismo dos segundos que dos horas. Fue una experiencia tan intensa que a partir de aquel instante, mi memoria se niega a rememorar lo que sucedió después. Me complazco en imaginar que pasó le mejor que me podía haber pasado.
Al cabo de los días, me encontré con mis amigos, aquellos que me regalaron la consulta. A sus preguntas, respondí con frases hechas acerca de mis creencias sobre las artes adivinatorias, su falsedad y su nulidad como ciencia. Aún así les di las gracias por la experiencia y continuamos la charla por otros derroteros, entre cervezas y risas. Lo que nunca les contaré, reconozco que me da apuro, es el hecho de que desde aquel día echaba de menos doscientos euros de la cartera, la visa oro y el carné de inspector de la guía Michelín que tanto esfuerzo me supuso obtener.