Cuando el adivino puso sobre el tapete el As de oros no pudo contener un gesto contrariado. Le habían enseñado que a los clientes no había que transmitirles sensación alguna, que era necesario mostrarse como un témpano de hielo al conjurar los vaticinios.
Pero la clienta que tenía enfrente sospechó de inmediato que algo no iba bien. Bastaba con mirar a los ojos al adivino. En ellos algo negro y trágico refulgía, pero no terminaba de aflorar al exterior.
-¿Va todo bien?- quiso asegurarse la clienta. Esperaba una respuesta neutra a la que tanto la tenían acostumbrada.
-Sí, sí. Es que esta carta, y encima del revés…- se le escapó al adivino. Era como responder que tu hijo no era tan feo a las observaciones de las vecinas y sin embargo tener prohibidos los espejos dentro de tu propia casa. Hay certidumbres innegables.
-Pero en el amor, ¿me irá bien verdad?- arremetía de nuevo la clienta.
El adivino siguió a lo suyo y prefirió no responder. Sus hábiles manos de pronto habían perdido la premura, la precisión, y las cartas más que salir con orden y concierto, parecían abandonar el mazo expelidas por una fuerza invisible y caótica.
-En líneas generales, sí. Pero verá, su marido…- inició el adivino la explicación una vez hubo dispuesto todas las cartas sobre el verde paño.
-¡Oiga, espere, que yo no estoy casada!- le cortó la clienta.
Aquí es donde los adivinos, los buenos adivinos, saben mostrar su don. Cuando los pillan en un renuncio y requiebran y reconducen la visión al instante.
-Pues su novio- corrigió ipso facto.
-¡Si soy lesbiana!- Golpeó con una mazo imaginario al adivino, que se quedó aturdido, desamparado, como si de pronto, su arte se hubiera esfumado y al huir dejara en prenda la cáscara de un ser humano corriente y moliente. Allí, frente a su clienta, mirándola fijamente a aquellos ojos cada vez más iracundos, guardó silencio y se vino abajo. No tardó en echarse a llorar.
Continuó así mucho después de que aquella clienta abandonara su despacho, despotricando, y lo peor es que no lo hizo antes de haber recuperado hasta el último euro de la consulta. Y gracias, porque incluso amenazó con llamar a la policía.
La crisis actual, es lo que tiene. Juan Mendoza, albañil de primera, era sobre todo un gran jugador de Mus. El trabajo había ido escaseando poco a poco, hasta que llegó a un punto crítico.
Pensó que si montaba una pequeña consulta de artes adivinatorias, sacaría unos cuartillos para ir tirando. Total, el trabajo era fácil y requería poca inversión y clientes, en ésta época de tribulaciones tan espantosa, no le iban a faltar.
Aquel maldito As de oros le trajo a la memoria los buenos tiempos de la partida en el bar antes del tajo. Supongo que eso fue todo.