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ImageShack.us(Algunos hechos de esta historia están sacados de la vida real)
LA PARTIDA
Dejé la maleta sobre el felpudo antes de cerrar la puerta y eché la última mirada al interior, desangelado, frío de vida. Aunque me marchaba de aquella casa con gusto, al mirar aquel vacío, un dolor inexplicable atenazó mi corazón. Demasiados años, demasiados hechos, sucesos ya vividos, emociones y sentimientos que dejaban las paredes impregnadas de aquella misteriosa vida que permanece en las casas cuando se abandonan. Como si dejáramos rastros de nosotros mismos adheridos a ellas, algo imposible de borrar. Allí quedaban las lágrimas, las risas, las preocupaciones, los sinsabores. El detalle de cierto día que nos obligó a sobreponernos con fuerza heróica para seguir adelante, el momento débil de una vacilación que acabó en llanto, desespero y cobardía para, luego, al rato, limpiarnos las lágrimas y escoger de nuevo seguir hacia adelante antes que retroceder. Sí, allí se quedaba la esencia invisible de todas aquellas experiencias aprendidas que formaban parte de mi aprendizaje; ese aprendizaje que modelaba, poco a poco, mi personalidad.
Mientras observaba los rayos del sol que se filtraban por las rendijas de las persianas bajadas en un intento de vencer a la oscuridad, recordé el primer día de mi llegada. Habían pasado casi quince años llenos de vicisitudes, de vida intensa, de sucesos trascendentes. Estaba embarazada de mi primer hijo y Raúl había conseguido el cambio de un piso bajo, casi a pie de calle, imposible de aguantar ruidos y polvo, por aquel quinto piso soleado y con vistas a los jardines del parque. Cuando al salir del ascensor, nos detuvimos ante la puerta, con una mezcla de felicidad y temor a partes iguales, me ofreció las llaves para que yo abriera la primera vez, como si aquel hecho fuera de una gran trascendencia. Giré la llave con cierto temor y al ver la amplitud del espacio, las paredes vacías, las puertas que fui abriendo una tras otra como si cada habitación descubriera un tesoro, sentí un acogimiento que, poco a poco, sin comprender el motivo, se convirtió en un terrorífico dolor. Tanto es así, que comencé a sollozar sin poder evitarlo.
Raúl me consoló con abrazos y palabras suaves suponiendo que la impresión había sido demasiado fuerte, en parte a causa de mi estado, pero yo sabía que no era así. Mi intuición me decía que allí me esperaba algo muy duro, doloroso, algo a lo que no podía ni debía renunciar porque formaba parte de mi aprendizaje humano. Sé que esta expresión, “aprendizaje humano”, resulta un poco forzada, extraña, pero yo así lo sentía. Desde siempre había percibido la necesidad de mi perfeccionamiento en el paso por este mundo. Por alguna causa, tenía la seguridad de que mi estancia en la tierra era una asignatura pendiente, o varias, de eso no estaba muy segura; asignaturas que debía aprender para poder aprobarlas con éxito y presentí con fuerza inexplicable, como entre aquellas paredes se preparaba una lección, tal vez la más difícil, algo indefinible se lo comunicaba a todo mi ser. Y así fue.
Los primeros tiempos, meses, dos o tres años, fueron más o menos apacibles, alegres a ratos como cualquier vida, pero en un determinado momento, Raúl comenzó a cambiar, no sabía por qué, pero se volvió agresivo. Su dulzura se esfumó como por arte de magia y llegué a pensar si su corazón estaría ocupado por el amor de otra mujer, sospecha de la cual, más tarde, me arrepentí cuando los acontecimientos aclararon la situación. El nacimiento de mi segundo hijo que acaparó toda mi atención, ahuyentó en parte aquellas dudas las cuales ocuparon, entonces, un lugar secundario en mi pensamiento. Mis hijos eran la gran felicidad de mi vida y aunque seguía en el ambiente aquella mancha oscura de la desconfianza, dejó de ser algo prioritario, me sentía alegre, satisfecha de mi vida. Pero la prueba que se me presentaba estaba agazapada a la espera del momento oportuno de saltar a mi cuello para estrangular mi entereza.
Cuando se cumplían cinco años de ocupar aquel quinto piso que yo conservaba con tanto esmero, lleno de los alborozos infantiles, nació el tercer hijo: una niña preciosa. Fue la alegría inmensa de mi vida, mi satisfacción, mi orgullo y viví plenamente feliz. Raúl pasó a ser un punto y aparte en el devenir cotidiano, de alguna manera “negociaba” su temperamento, sus cambios imposibles de comprender, y cuando alguna de sus ocurrencias me resultaba indescifrable, aparcaba el suceso lo mismo que se detiene un coche al caer un gran chaparrón a la espera de que amaine la tormenta y se pueda volver a conducir con seguridad. Más tarde en el tiempo, cuando sucedió lo inevitable, me arrepentí de aquel rechazo calculado porque comprendí su soledad y eso me hizo sentirme culpable. No había habido nunca ningún otro amor en su vida, eran sus negocios los que no marchaban bien, no su amor por mí, aunque el desahogo de su frustración que aplacaba desdeñando mi persona –tal vez esperando una comprensión que nunca le ofrecí-, fue el motivo de mi error.
Así transcurrieron otros cinco años entre altibajos de felicidad y algunas tristezas. Un día, mientras yo preparaba algo en la casa que no he podido volver a recordar, no comprendo todavía el motivo que lo borró de mi mente –tal vez el dolor-, no lo sé; oí el frenazo de un coche en la calle, un golpe fuerte y gritos. Me asomé al balcón. Raúl, que había ido al parque con los niños, se encontraba en la acera estático. De manera incongruente, siempre ha quedado en mi memoria esa figura quieta, inamovible, y como si fueran las secuencias de una película a cámara lenta, contemplé el suceso.
Es curioso e inverosímil como detalles nimios se grabaron en mi mente y han permanecido en el recuerdo, mientras otros, mucho más importantes, han desaparecido como si jamás hubieran existido. Al lado de mi marido, un poco retirados, en una posición que se adivinaba interrumpida en aquel mismo instante, mis dos hijos mayores, con cara de asombro más que de terror, estaban pendientes de la escena ocurrida en la carretera. Humeaban los neumáticos de un coche negro a causa del frenazo y a unos metros de distancia, el cuerpo de mi hija yacía desmadejado, en el suelo. Un charco de sangre oscura se agrandaba lentamente bajo su pequeño cuerpo y aquel detalle fue lo último que puedo recordar. La misericordiosa y desconocida inteligencia, se encargó de borrar de mi memoria los momentos más escabrosos. A partir de ahí sólo recuerdo su cuerpo frío, su cara pálida, mi beso ardiente sobre su frente helada, de mármol, cuando ya estaba en el pequeño ataúd blanco cubierta de flores del mismo color, mi dolor inconmensurable, mis ruegos al cielo para poder soportarlo y más tarde…, al quedarme definitivamente sin el consuelo de su amada presencia inerte, una soledad inmensa, indescriptible…, y el fin de la alegría en mi vida.
Pasaron unos años más en un intento de rehacer nuestras vidas maltrechas pero fue entonces cuando los negocios de Raúl fracasaron sin solución y nos arruinamos. Nos vimos obligados a abandonar nuestro nivel de vida y decidimos trasladarnos de ciudad para vivir en una de provincias en compañía de los padres de Raúl y, de esta manera, procurar volver a encauzar nuestro destino.
Allí se quedaba todo, entre aquellas cuatro paredes. Luchas, dolores, esperanzas, frustraciones, aciertos, equivocaciones y algunas alegrías. Mi ánimo, sin embargo, sentía en aquel momento la tranquilidad, el descanso de las cosas realizadas, la sabiduría de la lección aprendida. Cerré la puerta y la candé recordando el primer día que la abrí. Había finalizado un duro capítulo del libro de mi vida. Cogí la maleta y bajé a la calle donde me esperaban Raúl y los dos hijos en un taxi que nos llevaba a la estación. Cuando ya en el interior miré por la ventanilla, el mundo me pareció diferente. Despiadado, triste pero más humano; me abrazaba como madre doliente que no puede evitar el sufrimiento de quienes ama por mucho que lo intente. Yo había aprendido una terrible lección. Aprobado con nota máxima una difícil asignatura: La aceptación de unos hechos que habían aumentado mi fortaleza para enfrentarme a la próxima desconocida enseñanza. De momento, la vida me ofrecía una tregua.