El metro en el cual viajaba Andrés, paraba en ese momento en la estación de Atocha, este iba pensando en el poco tiempo que le quedaba para poder abrazar a su mujer, apenas quince minutos y la tendría en sus brazos.
Eran tantas las ganas que tenía de hacerlo, que su corazón comenzó a latir con fuerza.
Andrés comenzó a subir las escaleras de la estación, había llegado al barrio de Vallecas, mientras lo hacía trataba de recordar cómo era. Hacía cinco años que salió de allí y aunque suponía que en ese tiempo, aquel barrio no habría crecido mucho, pensaba en los destrozos que la guerra habría causado en él.
Sabía que el frente sur, compuesto por Vallecas, Getafe y Villaverde, había sufrido grandes ataques por la artillería y la aviación rebelde. Sus habitantes eran familias obreras y tal vez por ello Franco se ensaño con ellos, sabía que era allí donde él encontraría más resistencia para sus planes y cuantas más victimas provocaran sus ataques menos oposición tendría.
Cuando al fin salió a la superficie, se confirmaron sus temores, numerosos edificios habían sufrido el impacto de las bombas de la aviación y de la artillería y estaban totalmente destruidos. Un fuerte escalofrío recorrió su espalda al pensar en el final que habrían tenido sus moradores.
Siguió andando por la Avenida de Monte Igueldo mientras trataba de recordar cómo se llamaba la calle donde vivía Ernesto, sabía que era una trasversal, iba leyendo los nombres de las que cruzaban, sabía que en cuanto la viera lo recordaría al instante. De pronto la vio, y le vino a la memoria al tiempo que leía, “calle del Cerro Garabitas”.- aquí es se dijo. Anduvo unos minutos y se detuvo ante el número veinticinco. Andrés llamó al timbre mientras respiró hondo conteniendo su impaciencia.
Al cabo de unos segundos Ernesto abrió la puerta y los dos amigos se fundieron en un abrazo, mientras se miraban buscando en sus rostros las huellas que la guerra les habían dejado.
– Pasa amigo y saluda a Julia, aunque ya me imagino que estarás deseando abrazar a Celia y tus hijos.
– ¡Hola Julia! ¿Qué tal estás amiga? —preguntó Andrés mientras besaba a Julia.
– Bien amigo ¿y tú? -Pero no perdamos más tiempo, te acompaño a casa donde Celia te está esperando.
– De acuerdo Julia vamos, y tú Ernesto luego nos vemos, tenemos muchas cosas que contarnos. –Digo Andrés mientras salía acompañado por Julia.
Por fin había llegado el momento tan deseado por ambos. Andrés lo había pasado realmente mal, al menos su mujer había tenido la compañía de sus hijos, pero él, en todo ese tiempo lo había pasado completamente solo y muchas veces en situación de peligro por sus misiones entre varios frentes. Nunca tuvo miedo por su vida, lo único que temía era caer prisionero y no poder volver a ver a sus seres queridos.
Se detuvieron ante el número veintisiete de la calle y llamaron, mientras dentro se escuchaba un murmullo de alegres carreras por ver quién era el primero en abrazar a su padre.
Se abrazaron todos a él cubriéndole de besos, hasta que Andrés consiguió zafarse y entonces avanzó unos pasos al encuentro de su mujer que esperaba con ansiedad a que sus hijos terminaran, para poder ser ella la que se arrojara en sus brazos. Julia presenciaba en discreto silencio aquella escena tan emotiva entre sus dos amigos.
Celia seguía besando a su marido, mientras por sus mejillas se deslizaban ardientes lágrimas de alegría.
– ¡Ya! ¡Ya mi vida! ya estamos juntos por fin. —Dijo Andrés tratando de calmar a su mujer, que de los sollozos de gozo, pasó al intenso llanto, debido a la tensión contenida durante tanto tiempo.
–No te preocupes mi amor estoy bien, sobre todo ahora que estás a mi lado. —dice mientras la besa.
–Vamos a cenar mi amor, me da mucha alegría pensar que ya estamos todos juntos.
–Adiós Julia y gracias por todo, mañana nos vemos y hablamos. — dijo Celia mientras daba un beso de despedida a su amiga.
–Bueno Celia, cuéntame qué tal se portaron los chicos durante todo este tiempo. —dijo Andrés
–Han sido todos muy buenos conmigo, durante el tiempo que estuvimos en el pueblo de La Lastra, Alfonso estuvo trabajando en la granja de don Jacinto y gracias a lo que él ganaba y lo que me daban a mi por planchar y coser en algunas casas, pudimos salir adelante. Mientras tanto Celi y Anselmo estudiando en el colegio.
Andrés miró con admiración y agradecimiento a su hijo abrazándolo mientras le decía:
– Gracias hijo por cuidar de tu madre y tus hermanos.
–No tienes que darme las gracias padre, es mi obligación y lo haría tantas veces como fuera necesario.
–Gracias de todos modos Alfonso, quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti.
–Y vosotros Celi y Anselmo que habéis hecho durante este tiempo. —preguntó Andrés a sus dos hijos
–Yo termine la secundaría este año con buenas notas papá y Anselmo empezó la escuela hace dos años en el pueblo— respondió Celi a su padre.
Terminaron de cenar y después de recoger la mesa, Andrés preguntó dirigiéndose a su mujer.
–Celia, ¿cómo vamos a hacer para dormir todos?
–No te preocupes Andrés, la casa tiene cuatro dormitorios, en uno he puesto dos camas para que Celi y Fermín duerman juntos, otro será para Alfonso, el tercero para Anselmo, y el que queda será el nuestro.
–Me va a parecer mentira dormir en una cama después de tanto tiempo y sobre todo hacerlo a tu lado.
– No pienses en eso mi amor, lo que importa es que estamos juntos y que nada ya podrá separarnos.
– Hay muchas cosas que me preocupan Celia, primero, ¿qué vamos a hacer con los tres pequeños? tendremos que ver qué colegios hay cerca para que continúen sus estudios.
– No te preocupes mi vida, ya verás como solucionamos todo lo que ahora te preocupa.
Celia tenía confianza en que la carta de recomendación que la mujer del médico del pueblo, para la que cosía con frecuencia, le había dado antes de salir de La Lastra, les fuera de gran ayuda. Se trataba de una carta dirigida a una tal señorita Pilar, que tenía un alto cargo en las oficinas del Tribunal de protección de menores en Madrid.
Celia y Andrés entraron los dos juntos en el dormitorio, estaban muy cansados, él por el viaje y ella por las tareas y preparación de la casa. No obstante y pese a su cansancio, aquella noche se amaron intensamente como nunca antes lo habían hecho.
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Roberto Santamaría
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