El médico del puebloTenía la confianza plena de los habitantes del pequeño pueblo. Ubicado a cientos de kilómetros de la ciudad más cercana, El Remanso era una pequeña aldea de pocos habitantes donde todos se conocían. De ésas que tienen, la comisaría, la casa de gobierno y la intendencia rodeando una plaza muy verde donde los vecinos tomaban mate en las tardes de verano, organizando algún truquito para despuntar el vicio y con ajedrez para los más intelectuales. Una cuadra para adentro estaba “El bodegón de Alfonso”, la taberna donde se podía comer el plato del día, suculento y económico o beber una buena ginebra jugando al chinchón.
Rafael nació allí, su parto se produjo entre el locro del 25 de mayo y dos tallarines para la mesa diez. Vino la comadrona, la madre algo añosa recibió embelesada al hijo que ya no se esperaba y su viejo se pescó una curda de antología para festejar como corresponde en tales acontecimientos. Fue un niño inquieto y feliz compartiendo los días con los amigos en la plaza, estudiando en el “colegio” donde la señorita Graciela enseñaba a chicos de todas las edades y a algún adulto al que se le había piantado el alfabeto. Pasó en cuatro años todos los grados y terminó su escuela primaria rodeado de honores y como abanderado. Era el orgullo de sus padres y del pueblo entero. Pero quería seguir estudiando y se fue solito con doce años a la Capital, con gran pesar para sus progenitores. Don Alfonso le escribió a la hermana para que alojara al pibe y así llegó a la ciudad, sin más equipaje que un manojo de ilusiones. La relación con sus primos era conflictiva, así que a los quince se fue a una pensión y laburó desde lavacopas hasta ayudante de albañil.
Muchas noches con un mate cocido y un pan, se fue a la cama, pero siguió soñando. Cuando pasaba por la Avenida Córdoba, el monstruo de la Facultad
de Medicina le guiñaba el ojo como diciéndole: te esperamos. A los dieciocho,
ya concluida la escuela media volvió al pueblo. Don Paco, el doctorcito, ya
viejo y cansado lo alentó y la novedad cayó como una bomba.
-Viejo, me vuelvo a Buenos aires, voy a estudiar medicina-
Su madre lloró, su padre maldijo pero Rafael estaba decidido.
Regresó por unos días cuando Don Paco enfermó gravemente.
-Hijo, esta gente se queda sin atención, tenés que prometerme que vas a suplantarme-
-Lo haré señor, se lo juro-
-Mirá pibe que la ciudad tira… pero ellos te necesitan-
-Señor, volveré…para curar-
El viejo falleció esa noche pacíficamente, satisfecho de haber dejado semejante heredero. El muchacho era brillante y buena gente que es lo principal.
A los veinticinco con su diploma con honores regresó y en el cuartito del fondo de la casa paterna, instaló un precario consultorio. Su padre volvió a emborracharse de alegría y orgullo y su madre le pidió al carpintero, Don Ramón que le hiciera el cartel, tallado a mano:
Dr. Rafael Méndez
Clínica General
Allí ejerció el sacerdocio, ahí su vocación fue desplegada.
Atendía desde una gripe hasta una apendicitis. La comadrona, ya vieja lo ayudaba en los partos y muchos niños de ese pueblo se llamaron Rafael.
Y así siguió la vida, se casó con la hija de Don Ramón y el viejo bodegón de Alfonso se convirtió con los años en la primera clínica de “El Remanso”.
El cartel tallado por Don Ramón decía:
Clínica Dr. Paco Robledo Lili Frezza