Mamá se adaptó bastante bien a nuestra nueva realidad y también rápidamente pasó a un segundo plano en mis intereses, cuya prioridad principal ahora eran el éxito a toda costa y la obtención de mi título de abogado.
Supe vagamente que se recibían y enviaban cartas desde y hacia Buenos Aires con bastante regularidad. Mamá me comentaba brevemente las noticias recibidas en las pocas ocasiones en que ahora estábamos juntos. Mi carrera consumía casi todo mi tiempo y mis esfuerzos. Todos estaban bien, mandaban muchos saludos.
La última vez que vi a Dedeé fue durante la ceremonia de mi graduación con honores. Había viajado a Córdoba sólo para compartir con nosotros ese crucial momento. Me regaló en su nombre y el de las chicas una hermosa lapicera de platino grabada con mi nombre y se alojó por unos días con mamá en el departamento. En ese entonces yo ya vivía en pareja con Cecilia, también abogada, en otro sector de la ciudad y nuestros planes para el futuro eran tan brillantes que opacaban todo lo demás que nos rodeaba.
Los años fueron pasando y hoy tengo una profesión rentable, una sólida reputación y una linda familia a la que, en contraste con la de mi infancia, no le falta nada. Mamá murió hace dos años, satisfecha de sus logros y orgullosa de su único hijo, de su nuera y de sus nietos. Según sus propias últimas palabras, su vida había sido un viaje pleno y exitante, sin nada que reprocharse y creo que se fue sintiéndose feliz.
Hace diez días recibí en mi oficina un pliego oficial, comunicándome una citación para la fecha de hoy a las siete de la tarde, en la calle Paraná 867 de la Capital Federal, donde un representante del bufete legal de Paz & Alfonso me pondría en conocimiento de una sanción judicial dictaminada días atrás.
Al principio pensé que se había enviado esa cédula por error a la dirección de mi oficina y a mi nombre, pero cuando leí la dirección en la que debía presentarme, algo más fuerte que mi voluntad y mi razonamiento me incitaron a cumplir con la cita.
Cancelé mis actividades por un par de días y ahora estoy aquí, en Buenos Aires, en la otra vereda del conventillo ya vacío, bajo un toldo que gotea y una procesión de autos, colectivos y recuerdos que me hace muy dificil poder cruzar la calle.
Finalmente, casi a las siete en punto, pude cruzar el pavimento húmedo y empujar la pesada puerta de hierro de la entrada. La casona estaba a oscuras a excepción de una de las primeras habitaciones de la planta baja. Comprendí casi de inmediato que era la pieza que habían ocupado las chicas. Me dirigí hacia allí, golpeé suavemente la puerta y entré. La habitación estaba casi igual a la última vez que la había visto. La única diferencia era la presencia de un individuo de traje negro, sentado muy erguido al otro lado de la vieja mesa. A su lado, un portafolio de cuero fino y frente a él un único pliego de papel oficio, con muchos sellos.
- ¿Señor Daniel Ortiz? – Preguntó cortezmente al verme entrar.
- Si, ¿con quien tengo el gusto...?
- Mi nombre es Evaristo Paz y mi firma legal fue contratada como albacea para la ejecución del testamento final de la señora Herminia Eulogia Villafañe.
- ¿Herminia..., quién? – Pregunté desconcertado, pués nunca había oído ese nombre antes
- Quizás usted esté más familiarizado con su sobrenombre..., su mote, digamos...,profesional – me sugirió con una mirada cómplice, enarcando pronunciadamente las cejas.
- Creo que aquí hay un error, señor Paz. Eso me pareció cuando recibí su cédula de citación en mi despacho días atrás. Yo no conozco a esa señora y menos a alguien que usara un mote artístico o profesional, además... – Entonces, cayéndome súbitamente encima un pesado manto de comprensión aventuré con asombro:
- ¿Dedeé...?
- Exacto señor Ortiz. Creo que usted la conoció como Dedeé.
Como me quedé mirándolo fijo, sin saber que decir, aprovechó la oportunidad para proseguir.
- La señora Villafañe, o Dedeé si usted lo prefiere, falleció el mes pasado y, careciendo de parientes conocidos de su propia sangre, lo ha nombrado a usted como único heredero de sus bienes. El testamento ha sido probado ante el juzgado correspondiente y lo que le comunico ahora, es sentencia judicial oficial.
Aprovechando aún mi sorpresa y creo que interiormente disfrutándola, el abogado concluyó:
- La señora Villafañe era la dueña de este inmueble, aunque tenía una encargada, una tal doña Fermina, para administrarlo. El valor actual del mismo no lo se con seguridad, pero seguramente hoy en día es astronómico. El resto de los valores que ella poseyera fueron utilizados para cubrir sus últimas deudas, los gastos del funeral y nuestros costos de representación. La casa y todo lo que hay en su interior son suyos. Acá están las llaves. Por favor, firme aquí.
Con esto se levantó, cerró su portafolio suavemente y me tendió la mano. Con una inclinación de cabeza me saludó y comenzó a caminar hacia la puerta. Cuando estaba por salir, reaccionando apurado le pregunté:
-Señor Paz, la señora Villafañe..., Dedeé, ¿dónde está enterrada?
- Esperaba la pregunta, señor Ortiz. Aquí está la información. – Dijo sacando un papelito prolijamente doblado de uno de los bolsillos del saco. Me lo alcanzó, dió media vuelta y con una inclinación de cabeza, salió de la habitación.
Salí despacito, cuidando de apagar las luces y cerrar con llave la puerta. Me dirigí a una cabina de teléfono para llamar a mi mujer y avisarle que todo estaba bien, pero que mi estadía se iba a prolongar un día más. Tenía que visitar a alguien muy importante antes de volver a casa.
Fin