La anciana está sentada en el umbral de la sucursal de un banco, sobre la calle Florida.
Es ciega.
Viste pobremente. La inmaculada blancura del yeso que envuelve su pierna derecha contrasta con su aspecto desprolijo y sucio.
Es pordiosera.
Lleva un pañuelo negro en la cabeza, lentes oscuros y un báculo apoyado contra el cuerpo desparramado.
Es obesa.
Repite a los gritos y llorando, con una voz ronca y agrietada, una orden difícil de entender para la muchedumbre que transita apurada por esa esquina. Casi todos pasan ignorándola. Unos pocos se animan a observarla, sin detener su marcha, escudándose en la ceguera de la anciana.
Su sollozo desesperado y monótono, dirigido a nadie y a todos, dice incomprensiblemente: “ayúdeme a levantarme; por favor, ayúdeme a levantarme”, repetido con insistencia, como una letanía, mientras estira su mano izquierda temblorosa buscando en el vacío otra mano comprensiva y piadosa que tire de ella.
Pero entre el llanto, la afonía y el gesto, el público anónimo interpreta un compulsivo y desagradable modo de pedir limosna. Y sigue de largo.
La indigente es la imagen de la impotencia y la degradación. Lucha vanamente como una tortuga de espaldas. Ruega ayuda y cosecha desprecio. Su mano crispada suscita primero indiferencia, en segundo lugar asco y por último, recelo. Nadie acepta ese contacto.
Alrededor de quince minutos dura el malentendido. Al cabo, alguien descifra el mensaje, se dispone al infame contacto y jala con fuerza de la mano de la anciana, levantando ese robusto cuerpo entorpecido aún más por el yeso.
En el umbral queda un charco de orina que se va secando con el correr de las horas, dejando cruel testimonio del sufrimiento de esa mujer, de su dignidad y su vergüenza.
Ella, sentada a la puerta de otro banco, a pocos metros del primero, pide limosna con una suave -casi dulce- disfonía. Su rostro está distendido.
No es su habitual indigencia lo que la había enajenado, sino la miseria que se suma a la miseria, ante la múltiple insensibilidad de los videntes.
Teknarit, África