Esa noche durmió algo inquieto. Cansado del juego se tendió en “su” cama y sorbió los hechizados vapores del sueño. En el dormitorio sólo una suave bombilla roja colgaba en la oscuridad, mientras las fantasías recorrían los laberintos, traspasaban las paredes y se filtraban por las puertas de otros mundos.
Miquel corría con la pelota en los pies junto a Josemari, su mejor amigo del barrio. Javier, de guardameta, trepaba y se columpiaba en la blanca portería sin red. La dulce, pero ahora angustiada voz de su madre, llamándole, Recuerda esa explosión segundos después, ese estruendo que le dejó unos instantes sordo y la visión aterradora de la pobre mujer, enterrada bajo los escombros de su propia existencia. Aquello pasó cinco años atrás. Luego un ensordecedor ruido acercándose, el paso del tren, pañuelos mojados, agitándose en el aire y secando el sudor de las lágrimas. Pero no era él quien se iba, sino sus padres, sus parientes, los amigos, Valentina, su novia también le abandonaba, veía la ráfaga de sus ojos brillando en el atardecer, mientras el tren proseguía su holocáustico camino. Miquel, inseguro, sentía cómo le bullía la sangre y se quedó quieto, indignado y lloró amargamente de rabia, de impotencia. Despertó al sonar el timbre tiritando de frío. La sábana mostraba un círculo de humedad, estaba empapada, no había podido aguantar. Le ocurría con frecuencia y se avergonzó de su debilidad. Cogió la tela, la guardó en una bolsa de plástico y la puso en un estante del armario para que nadie la viera, bien escondida.
A las nueve de la mañana, empezaron a llegar los alumnos acompañados por los padres o parientes de éstos. Venían de diversos lugares, algunos de muy lejos, la mayor parte eran de Barcelona. Al bajar, algunos niños se saludaban y hablaban efusivamente de sus vacaciones.
-Estos son del curso anterior- pensó.
Los había tan perdidos como él mismo, miraban todo con ganas de llorar. También llegaban vehículos particulares. El patio de entrada se llenó de fiesta, consejos, saludos y elogios, todo a gritos como si fuera el principio de una batalla.
Un niño no quería soltar la mano de la madre, costó casi media hora calmarle, pero la tensión quedó flotando.
Los sacerdotes daban la mano a cualquiera que encontraran a su paso, y parecía que prometían o que vendían algo.
A Miquel le pareció muy triste, veía a las familias muy distantes, querían acabar cuanto antes y volver a sus casas.
Los chicos tendrían que convivir juntos, adaptándose a unas nuevas reglas. Cuando empezaron a desfilar los coches y autocares, todos quedaron mirando el polvo que dejaban.
A los muchachos los llevaron al aula que les correspondía y se hicieron las presentaciones de rigor.
Comenzó el curso con normalidad, los días empezaron a acortarse, oscurecía demasiado rápido, a juzgar por los alumnos, este hecho les quitaba horas de juego al aire libre. Otro tanto ocurría con el frío, que se tornaba cada vez más intenso y les obligaba a refugiarse al amparo de cuatro paredes.
Los muchachos paseaban sus ilusiones bajo gruesos jerséis, abrigos, bufandas oscuras y guantes babosos de sonarse la nariz.
A Miquel no le costó demasiado, granjearse el afecto de sus compañeros, ni de los Padres y Hermanos que eran sus profesores en materia escolar y espiritual. Aunque con ellos, con los mayores, siempre fue un poco esquivo. Entendía que no compartían su mundo.
Miquel era esquelético, ya de nacimiento fue un niño propenso a las enfermedades. De piel blanca, cuya limpia transparencia dejaba ver unas venas suaves y delicadas. Su físico reflejaba por igual el espíritu frágil del niño. Dotado de una perpleja sensibilidad y un rostro marcadamente triste que contrastaba con sus labios casi siempre sonrientes.
Tenía el carácter inquieto, destacaba a pesar de su debilidad aparente por ser el “alegre” del grupo, el que contagiaba el buen humor, o el que encendía temas interesantes.
Pasaba muchas horas sin olvidar el juego, en la biblioteca. En aquella vieja aula se respiraba un olor a rancio que le integraba en el exorcizado lugar, con libros antiguos de hojas beige, algunos incluso escritos a mano con tinta y pluma de ave. Le transportaban a otros tiempos y fascinado vivía con el autor las aventuras e infortunios que pasaban los protagonistas. Encasillaban las estanterías, grandes y pequeños tomos, donde podía encontrar y escoger cualquier tema de interés. Algo semejante le ocurría con la música, le causaba una sensación hasta entonces desconocida. Ya no le gustaba simplemente, ahora sentía vibraciones que estallaban en el interior de su cuerpo, unas cosquillas que le llenaban de una extraña excitación y le transmitían un mensaje, un sentimiento que rodeaba la realidad y hacía nacer una mitificante fantasía, una representación de escenas, como una película mágica.
Transcurrían los días. Se organizaban competiciones y concursos de los deportes que allí se practicaban. Miquel jugaba a futbol, a baloncesto y a casi todo lo demás, pero sólo se apuntó a Ping-Pong y a Frontón, en los que creía tener más posibilidades.
Se divertía con sus nuevos amigos. Era uno más entre cientos de chicos que como él, tenían problemas y preocupaciones y necesitaban mucho afecto y cariño. Se sentía contento de poder poner su granito de arena para mejorar la relación y la convivencia con sus compañeros, conocía a casi todos ellos. Todos eran parte de sí mismo y si hubiera escogido una pequeña parte de la esencia de cada uno, podría haber formado su propia personalidad. Descubrió que los humanos eran muy complejos, quizás demasiado. Pensó en que cada ser, se dividía en cantidad de particiones, que las etapas son vidas y así las anotábamos, inconscientemente en nuestros cerebros. Los sueños, recuerdos, el pasado, el futuro, los diferentes cambios de estado de ánimo, la enfermedad y los minutos transcurridos, no eran más que reencarnaciones en el pensamiento febril. Existencias sucedidas segundo a segundo. El gato, con sus siete vidas, se quedaba corto comparado al hombre