EL DIAMANTE
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NOVELA
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por Alejandra Correas Vázquez
2) DIAMANTE LEGENDARIO
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Rolando del Pino tenía treinta años en sus manos. Las calles adyacentes al microcentro ciudadano veíanlo detenerse por las mañanas en una misma esquina, donde circulaba el ómnibus con su cargamento humano.
Los niños escolares con su guardapolvo blanco. Las maestras llevando portafolios. Las madres de compra. Los empleados públicos con su traje impecable. Algunos señores con edades diferentes y otros jóvenes como él.
La ciudad crece. La ciudad se ha llevado los aires de la naturaleza, los ha encerrado en su puño de motores, en su mortaja de cemento y los arroja lentamente tras cada lluvia por las paredes de La Cañada.
Córdoba, ciudad y laberinto. Córdoba en el caos. La Docta en tumulto. Córdoba castigada, cautivante y conmovedora. Subversión, represión y submundo. La ciudad lacerada. Un escenario en descomposición. Década del 70.
Era ésta, la ciudad universitaria y bohemia, de doctores, poetas y pintores, a la que ansioso había arribado Rolando del Pino en busca de un nuevo horizonte.
Pues hallábase de pronto, debido al caos reinante, con algo muy distinto a lo que él anhelara encontrar. Y era éste el cambio abrupto e impensado —inesperado— que saliera a su encuentro cuando arribó desde la paz serrana inmemorial, casi atávica, que lo había dejado partir sin retenerlo.
Aquel día en mitad de semana encontróse de pie en la parada del ómnibus, y como siempre allí, en la misma esquina, estaba el amigo que todas las mañanas lo acompañaba a esa misma hora y en aquel mismo sitio, con una regularidad exacta. Esto les proporcionaba a ambos un largo espacio para pláticas. Luego de saludarse los dos jóvenes, igual a otras veces, comenzaron su charla mientras subían al ómnibus.
—“Todo esto se ha pavimentado de pronto”— le comentó el amigo de las mañanas
—-“Hace sólo seis meses que yo vivo aquí— díjole Rolando
—“Pues yo llevo habitando ocho años por esta zona. El Cerro de las Rosas era para mí antaño, un Diamante Legendario, pues venía del hueco que es nuestro centro citadino. Nací y crecí entre calle Santa Rosa y La Cañada. Fue así que al llegar aquí me pareció haber nacido para el sol por primera vez”— continuó el otro muchacho
—“¿Tanto como eso? ...Sí… el sol en el Cerro tiene un brillo particular”— confirmóle Rolo
—“Yo tenía apenas dieciséis años y esa primera tarde de mi arribo me demoré en el centro, porque no conocía el peso de la distancia. Caía el anochecer”
—“Sí. Los que viven en el microcentro se acostumbran a un espacio familiar que comienza recién al atardecer”
—“Eso era.”
—“¿Tan compleja fue tu adaptación?”
—“Lo fue. Cuando regresaba a mi nueva casa el ómnibus me dejó en Fader a la altura de la Calle 5, faltándome aún hacer hacia la izquierda, unas cuatro cuadras a pie. Desde la primera esquina que transpuse ya no había un solo foco de luz. Las calles y veredas eran todavía de tierra. Los árboles inmensos de ambos costados cubrían el cielo, ocultando incluso las estrellas. Por momentos pensaba que me envolvía un sueño negro.”
—“Fuerte impacto para alguien que recién llega, luego de vivir entre las calles céntricas”— calculó Rolo
—“Muy fuerte por cierto, amigo. Los jardines nocturnos erguidos en su silencio, invadían de perfumes el lugar, pero sin emitir destellos luminosos que me orientaran, pues ninguno tenía luz prendida en el exterior. No veía absolutamente nada e iba adivinando el camino de tierra con sus espacios húmedos rociados por el sereno nocturno, caminando muy despacio para no resbalar sobre el barro, y apoyándome de árbol en árbol ...¡Aquél era un sueño negro!... ¡El Diamante perdió para mí, en aquel momento, toda su leyenda!”
—“Todos los Diamantes pierden en algún momento su leyenda”
—“Sin duda”
—“Hay muchos malos sueños, adonde nos sentimos deambular por espacios semejantes”— recordó Rolo
—“Los hay. Pero éste era real.”
—“Cual pesadilla viva.”
—“No veía absolutamente nada y debía ir adivinando por instinto el terreno que pisaba, cual si tuviese los ojos vendados jugando a la gallina ciega. En la obscuridad mis narices fueron a dar contra el tronco de un árbol… y al recordarlo aún hoy me duelen”— concluyó su amigo
—“¿Y las casas? ¿No tenían luces?”
—“Todas apagadas con sus habitantes durmiendo.”
—“Ningún noctámbulo. Ningún bohemio”— pensó Rolando en voz alta
—“Nadie con luz. En esos tiempos no existía la inseguridad de hoy, y las familias al irse a dormir dejaban sus jardines sin luces prendidas… ¡Y yo estaba perdido en ese laberinto!”
—“¡Dentro de un laberinto y sin Ariadna!”
—“Sin ella, por cierto”— confirmó el amigo
—“Y sin la guía de su hilo ¿Verdad?”
—“Ningún hilo mágico ¡El Diamante perdió para mí, en aquel momento, toda su leyenda!”
—“Es duro que un Diamante... pierda su leyenda, hay que evitarlo”— refrendó Rolando
Los dos amigos continuaron luego del relato en silencio, todo el resto del trayecto. Las calles desfilaban delante de ellos. Por la ventanilla veíase, como manchas de colores, una fuga de veredas que esparcían aquel fuego emocional de estos jóvenes ansiosos. Y asimismo el fuego creador de los artistas y bohemios, que buscaba hallar en Córdoba, con gran anhelo Rolo.
Pero también existía ese otro fuego, distinto y caótico, de la convulsión ciudadana dominante en la década del 70, con su lujuria misteriosa y trágica, al parecer incontenible.
El ómnibus chirrió llegando a los semáforos. Y ambos amigos que cada mañana confiábanse por instantes sus vidas y emociones, sus confidencias con sucesos y espacios... volvieron a alejarse como dos desconocidos que no sabían sus rutas. Pero volverían a verse a la misma hora del siguiente día, en el mismo sitio, viajando en asientos contiguos y confiándose sus experiencias diarias, uno al otro. Sin saber por qué viajaban, cómo se llamaban, o a dónde vivían.
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Rolo caminaba...
Caminaba por las calles de una Córdoba demolida, entre las frías montañas de cemento armado, entre el dolor desamparado de los patios coloniales destruidos. Entre las raíces crujientes de esos inmensos árboles carolinos del Parque Sarmiento, ahora cercenados. Entre rojas llamarada de autos incendiados por los autores del caos.
Rolo caminaba...
Caminaba sin rumbo por un escenario doliente y agraviado, como espectáculo insólito y cotidiano, junto a una juventud fugaz que deambulaba.
Rolo caminaba....
Buscando su horizonte propio. Entre arcillas, formas y colores. Entre violencias y explosiones. Entre el ardor fervoroso de estos nuevos impulsos. Entre discusiones inconclusas. Entre el bullicio ensordecedor dominado por la violencia y el caos.
Rolo caminaba ... caminaba... caminaba.
Docta Córdoba, lacerada y doliente. Década del 70.
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