¿QUÉ HAGO CON TANTO DOLOR?
En mi opinión, esta pregunta que me hizo una amiga se merece una respuesta que es difícil de encontrar.
Todos hemos conocido o conocemos el dolor en diferentes momentos de nuestra vida y con distintas intensidades, los incomprendidos y los que tenían un origen muy determinado, los que desaparecen y se olvidan y los que mantenemos obstinadamente vivos y punzantes.
El denominador común ante los momentos de dolor es el rechazo. Nadie quiere sufrir, por más que nos hagan creer que tras cada experiencia dolorosa se renace fortalecido.
El dolor nos aleja del estado de bienestar por el que todos, de un modo u otro, luchamos. Por eso, cuando se presenta con toda su intensidad, con toda su capacidad de tormento, cuando es un martirio que parece imposible de soportar, lo rechazamos.
Un ingrediente nocivo y que hace que sea más duradero, es el rechazo. Cuando no nos oponemos parece que se va diluyendo poco a poco. Cuando aceptamos –aunque no nos guste- su presencia, podemos tomar el camino del afrontamiento y
dejarle que llegue hasta donde tenga que llegar –pero sin darle permiso para que se quede de continuidad-, preguntarle qué nos quiere decir, sentir dónde se ubica ese dolor y tratar de ponerle nombre –ego, alma, deseos, desilusión- y de este modo, al tener un origen definido, será más fácil terminar con él.
Si nos permitimos vivirlo con toda la intensidad que trae en vez de huir corriendo, si lo sentimos sin querer estar en otro lado, estando del todo en ese presente tan poco agradable, nos damos la oportunidad de trascenderlo. El motivo del dolor es hacernos tomar consciencia de algo, no es gratuito. Lo que es innecesario es el sufrimiento en que llegamos a convertir el dolor natural. Negarnos a ver lo que ese dolor nos trae no sirve nada más que para aplazar algo que es necesario afrontar y resolver.
El dolor no es un enemigo. Es un emisario. Y conviene hacer caso de las noticias que nos trae. Ante él podemos mostrar nuestra vulnerabilidad, ya que tenemos sentimientos y a veces nos pueden, y tenemos que manifestarle nuestra humildad, que sería mostrar nuestra disposición de alumnos ante su enseñanza. Ante él se puede sacar la humanidad que se demuestra con un llanto, con un sentimiento de pequeñez e incluso de indefensión.
No hay que olvidar que el dolor es nuestra respuesta interna ante un hecho. Es nuestra voz. Hay que escucharla. Pero mejor escucharla una sola vez y con mucha atención, para que no tenga que repetirse.
¿Qué hago con tanto dolor? Vivirlo. Preguntarle ¿qué me quieres enseñar y qué tengo que aprender de esta situación?
¿Y después? Dejarlo que se vaya, no tratar de retenerlo. No estancarse en él. No aferrarse. No convertirlo en permanente.
Es un toque de atención y si se acepta será consciente de haber cumplido su misión y se diluirá antes.
El dolor es para entender lo que está pasando.
Es para vivirlo y comprender lo que haya que comprender y no es sólo para sufrirlo.
No es nada agradable, pero no hay que entenderlo y recibirlo como un enemigo cuyo objetivo es hacer un daño gratuito. El dolor al cortarnos con un cuchillo en un dedo no es un castigo por nuestra torpeza, sino un aviso para que separemos el cuchillo o el dedo.
El dolor emocional tiene la misma función. Duele porque tenemos sentimientos y éstos tienen una utilidad y un sentido. Nos ponen alerta y nos hacen contactar con algo que es importante que no pase desapercibido y sí que se le preste atención. Por eso no hay que huir del dolor y es preferible no aplazarlo para afrontarlo en otro momento y sí cuando se presenta. La excepción a esta sugerencia es cuando uno está tan obnubilado con el dolor, tan descentrado, que todos los pensamientos que se presenten sean negativos o pesimistas. Ver bien y comprender requiere objetividad.
Si hasta ahora no has comprendido el sentido del dolor, prueba a verlo como lo que realmente es.
Te dejo con tus reflexiones…
Francisco de Sales