Escribo con los ojos cerrados, hasta que claudiquen mis pulmones. Ella. Su secreto mejor guardado. La virtud, llámese, el poder, la facultad de subordinar. Oculta sus capacidades como quien más; uno ve el rostro diáfano que alcanza esplendores con la sonrisa de fantasía, uno ve los ojos como diminutos lagos de cielo reflejado, el repentino rubor de las mejillas, las mil miradas portando mil mensajes distintos, y le es imposible pensarse subordinado, atado hasta el alma a una voluntad ajena. Sólo aquel capaz de tomar aire y cerrar los ojos para aislarse de sus encantos puede, por ese efímero lapso que nos permite la respiración pausada, vislumbrar los lazos invisibles, mágicos, como cuerdas que cada pantomima suya enreda sobre los cercanos. No importa cuán racional pueda creerse, arrodillada, subordinada queda la voluntad y explotan las ilusiones de abrazarla, de besarla con apetito, de inmiscuirse uno tras la cáscara del fruto hacia las proximidades más dulces. Necesita lanzar una de las mil miradas, que el timbre de su voz profiera eco indistinto, o plácidamente enseñar los dientes en abanico de sonrisa, para convertirlo a uno en prisionero amante de la prisión.
A mí se acerca, los pasos inconfundibles. La respiración no podré aguantar mucho más, tampoco esta cordura. Espero comprender algo de lo que aquí he escrito, reconocer mi letra, esta voz. Late mi corazón aceleradamente. Vulnerables, mis oídos arropan su voz, que me cuestiona. Y pierdo el control. ¡Allá voy! Hermosa prisión de colores y maravillas. Allá voy… mi voluntad reverencia. Fuerte me abraza la belleza. Siento que regreso al lugar que jamás debí abandonar.