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 Historia de un Detective (1)

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Jaime Olate
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Jaime Olate


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MensajeTema: Historia de un Detective (1)   Historia de un Detective (1) Icon_minitimeDom Sep 25, 2016 10:47 pm

Mi Niñez.

Nacido en la capital sureña, la ciudad de Concepción, junto con mi hermana melliza Eliana, siendo los hijos mayores de un total de cinco, nos fuimos a vivir los tres primeros años al recinto privado de la empresa carbonífera Schwager en el puerto de Coronel. Nos fuimos posteriormente a una propiedad de mi tío Ramón que consistía de una enorme casa de madera en un sitio grande que tenía una excelente huerta y que limitaba con tres calles. Mis hermanos menores nacían uno cada año posterior y curiosamente salieron mucho más altos, al extremo que el menor casi llega a 1,80 centímetros, en tanto que yo, el mayor, apenas llegué al 1,70. Pasamos muchas aventuras en la Cordillera de Nahuelbuta, a cuyos pies estaban los puertos carboníferos donde íbamos a cazar pájaros y conejos.

Ciertamente algunos amigas y amigos escritores me habían sugerido relatar cómo diablos fui policía, en circunstancias que desde mi niñez iba en camino para ser un predicador evangélico. Desde los doce años de edad hasta los quince predicaba con denuedo la Palabra de Dios en el púlpito de una modesta iglesia de corte pentecostal que estaba junto a mi casa. Mi hambre de conocimiento me hizo explorar en cada ramo o tema que nos enseñaban en el colegio; mi padre y mis tíos me facilitaban libros y novelas, con los cuales me adentré en la historia, geografía y todos los conocimientos que el Hombre conocía hasta entonces, incluida la tecnología. Me juntaba con otros “Macuquitos” deseosos de conocer el mundo, aunque fuera a través de los libros, siempre admirando la creación de Dios y que hasta hoy me deja asombrado.
En mis predicaciones me tentaba en dar a conocer aquellos conocimientos que eran recibidos a regañadientes por mis hermanos en la fe.
Claro, debo agregar detalles de mi persona para aclarar por qué pasé por esa etapa de mi vida y por qué la terminé bruscamente. Tal vez el principal fue mi aspecto, pues me veía mucho mayor por el bigote que comencé a lucir desde los doce años de edad; me dejé crecer las pelusas de mi labio superior para satisfacción de mi padre, un gallardo hombre parecido al actor del momento, Clark Gable en la película ya famosa “Lo que el Viento se Llevó”.

Desde pequeño fui un flacucho bastante cabezón y de cuello largo, amén de un rostro en forma de triángulo equilátero cuya punta inferior termina en mi barbilla; mis ojos hundidos en profundas cavernas tenían largas y espesas pestañas que, agregado a mis gruesas y bien dibujadas cejas, me trajeron problemas con los muchachos, no así con las mujeres y muchachitas. En los colegios que estuve esta condición física me valió tener que aprender a defender a mi hermano Ramón y a mí de los condiscípulos mayores en edad y corpulencia que eran cobardes y abusivos; la gran mayoría de los alumnos de mi curso teníamos diez años de edad, pero había otros de hasta dieciocho.

Debo aclarar que la primera escuela en que di mis primeros pasos en el camino de mi incesante sed de saber, fue un colegio adventista que tenía el N° 8. Allí todo era orden y magníficos profesores que, pasado el tiempo, me hicieron pensar que eran misioneros, pues llegaban matrimonios bien constituidos que nos enseñaban la Biblia y la religión cristiana de acuerdo a los diez mandamientos. Tengo buen recuerdo, en especial por haber sido elegido el Mejor Compañero. Por desgracia tenían sólo hasta el tercer año o grado.

La peor escuela, no deseo ni nombrarla, tenía un director y su esposa que hacían clases, pero que nunca tuvieron vocación de maestros; con el tiempo me di cuenta que practicaban lo docencia con amargura, quizás por no haber encontrado otro trabajo, e incluso noté en la rubia señora un exhibicionismo descarado cuando se sentaba y dejaba ver sus partes púdicas que exacerbaba nuestra incipiente consciencia sexual. En esa edificación de maderas rotas y hasta podridas, debimos soportar un año con mis compañeros de mi edad y que al siguiente curso nos encontramos felizmente en la Escuela N° 1 de Hombres con verdaderos profesores, severos y estrictos, pero con auténtica aptitud para enseñar y guiar nuestras mentes infantiles hasta con cariño. Nunca olvidaré sus nombres y agradezco a Dios haberlos puesto en mi camino. Desde el aseo personal y de la hermosa construcción, hasta el cuidado del césped y jardines fuimos bien encaminados para un futuro mejor; de allí salieron alumnos para ser profesionales que contribuyeron a optimizar nuestro país.

En otras ocasiones he escrito acerca de la belicosidad de los pueblos carboníferos, en especial de Lota y Coronel, apenas separados por ocho kilómetros de plaza a plaza. El machismo era la característica humana más estúpida, vista en la perspectiva que da el tiempo; no era hombre el que no peleaba a puñetazos o a cuchillo, tampoco lo era quien no tenía una mujer desde los quince o diecisiete. En fin, la ignorancia se veía en cada rincón y por desgracia las mujeres obedecían estos verdaderos rituales de convivencia. La muerte también era una condición diaria y natural; salían cadáveres de mineros desde las entrañas de la tierra, pescadores ahogados en la hermosa bahía y desde la montaña llegaban camiones madereros con fallecidos aplastados por enormes árboles talados o por haberse despeñado en los peligrosos caminos de tierra.

Sin embargo, la Divina Providencia nos ayudó, pues mi tío Juan casado con mi tía Elisa, hermana de mi madre, Ducelina, que había sido también obrero en la extracción del carbón, ganó un millón de dólares en la lotería; con este capital instaló un local comercial que fue muy próspero. Como no tuvieron hijos, primero se llevaron a mi hermana melliza, Eliana, y con el tiempo a mí; nos educaron, vistieron y alimentaron, al extremo que mis compañeros de estudio y de juego estaban convencidos que yo pertenecía a “la alta sociedad” de ese puerto. Mis hermanos menores se quedaron a vivir con mis padres.
Un día uno de mis amigos del centro de la ciudad, casi todos hijos de profesionales y prósperos comerciantes, me contó haber visto a mi padre recibiendo paquetes de mercaderías en la estación de ferrocarriles. Le aclaré que esa persona era mi tío avispado quien, muy inteligentemente, había ocultado el origen de su fortuna; apenas se compró una pequeña motocicleta de 50 c.c.  Conté al grupo de muchachos que mi padre era un minero; sucedió lo que consideramos lo más natural, la mayoría de ellos se alejó y dejó de saludarme, pues yo era de la casta de los pobres. No obstante, con mis amigos más fieles tuvimos fiesta cuando con los años regresé con una placa policial.

Nunca perdí el contacto con mis amigos pobrísimos, en tanto no cometieran delitos. Me enteré del fallecimiento de algunos y tuve la alegría de ver personalmente a otros que superaron la miseria para ser trabajadores, empleados y pequeños comerciantes.
Y así, sin darme cuenta, este flacucho se fue transformando internamente en un duro y agresivo muchacho, pese a una oculta timidez que me ha acompañado toda mi vida.
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MensajeTema: Re: Historia de un Detective (1)   Historia de un Detective (1) Icon_minitimeVie Dic 23, 2016 4:02 pm

Tu historia es interesante, y entiendo lo que es tener buenos maestros y conocer algunos que no entienden que es tener vocación, pero todos te enseñan que no siempre te encontraras personas amables.
Lo de la estatura me ocurre a mí también.
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