Rathenkión corría en manada como en todas las noches de luna llena. El bosque, bañado bajo la luz plateada, era el escenario predilecto para la cacería de unos lobos tan vigorosos.
El movimiento de sus cuatro patas se detuvo en seco cuando el llanto, desconocido para ella, le llegó al cerebro a través de sus orejas. Con curiosidad y nerviosa, la loba se alejó del resto para buscar la fuente del lamento.
Dos bebés se acurrucaban en los brazos de una mujer cubierta de sangre. El gruñido señaló al asesino, un inmenso oso pardo se alzaba diabólicamente.
Su instinto materno la obligó a luchar. Tras insufribles minutos, su esfuerzo y sangre lograron hacerle saber al contrincante que el desgaste no valía la pena por la escasa carne que le podía ofrecer. El oso se marchó.
Se lamió las heridas mientras gemía y se acercó a olisquear los retoños. Los pelos de su cuerpo se erizaron al oler la presencia de la manada. La observaron de lejos y sin nada más le dieron la espalda para partir. No los volvería a ver. Rathenkión sabía el por qué, ayudar a otra especie era traicionar a la suya. Aquella era la carrera de la naturaleza.
Clamó su tristeza por todo el cielo y el frío le recorrió los pulmones. Cansada se recostó alrededor de los bebés para abrigarles con su pelaje. Se encargaría de valer la pena su sacrificio.
Romulus y Remus los llamó.