Rotundo Enrique Octavo, criollo de pura cepa, nacido, criado y habitante de toda su larga vida en el campo de la familia a las afueras de la localidad de Winifreda, La Pampa, siempre había proclamado tener cierta conexión con la nobleza. Pero no la nobleza de alcurnia, la de pedigrí, sino la Nobleza Gaucha, dado que su madre, viuda desde joven y buena aficionada a la caña, le confesó, en varias oportunidades, que había sido concebido una tarde de otoño muy lluviosa, cuando su padre no había podido hacer ninguna tarea en el campo, y en el rancho se habían quedado sin yerba para el mate.
El gaucho, orgulloso morador de los pagos del cacique Pincén y producto de una rara mezcla genética donde predominaba el criollo, el indio y el sajón, se hallaba en un incómodo intríngulis quizás por primera vez en su vida. En el campo no se le daba importancia a los papeles. Se los consideraba sólo eso: Papeles. La fuerza de los acuerdos, los contratos y las herencias estaba basada en una palabra sólida como la roca, inalterada y honorable.
Sus hijos a regañadientes llegaban a aceptar estos principios, pero los nietos… Ah, esa sí que era una batalla perdida. Nada podía hacerse contra sus opiniones sorprendentemente basadas en el derecho legal y los consejos de quien Don Rotundo estimaba debía ser un nuevo leguleyo gringo en el pueblo, un tal Interné.
Desde que su padre muriese, paradójicamente electrocutado sin haber conocido jamás la electricidad, al caerle un rayo encima mientras arreglaba un trecho de alambrado bajo un cielo de nubes negras y revueltas, nunca nadie había tocado la escritura del campo familiar. ¿Sucesión…? Llegó a preguntar desconcertado el gaucho. ¿Qué demonios es eso?
Pero sus nietos, criados en otro mundo completamente distinto y aparentemente mucho más desconfiado, donde veían peligros por todos lados que su abuelo fallaba en percibir, insistieron hasta el hartazgo en viajar hasta la capital para arreglar todo lo concerniente a la sucesión propietaria del extenso terreno.
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El gaucho se estaba poniendo viejo. Lo cansaba mucho discutir sobre cosas que no comprendía o que no valía la pena entender. Para no provocar una reyerta familiar, pues no había forma de que don Rotundo aprobara el razonamiento tras la propuesta de sus nietos, y mucho menos que éstos aceptaran los argumentos del abuelo, que a pesar de ser un hombre íntegro, lo cual nadie ponía en duda, no los conformaba, decidió pues darles el gusto, viajar y firmar lo que quisieran. Después de todo el campo, con o sin papeles, iba a ser de ellos algún día.
Cómo pretender que jóvenes que tuvieron acceso a una educación más completa y mejor aceptaran expresiones como: Aquí hay un mojón, a diez leguas otro, esto le corresponde a usted, aquello otro es de su hermano... Obviamente inadmisible, los muchachos se apoyaban en la ley y la palabra escrita mucho más que en la palabra hablada.
Al final, entre dichos y contra dichos llegaron a un acuerdo: Irían a Buenos Aires en la camioneta de un familiar cercano de la confianza de don Rotundo, una Ford doble cabina, lo suficientemente cómoda como para poder tomar unos mates en el camino y comer galleta del almacén del Venancio.
El viaje de casi seiscientos kilómetros fue agotador entre aguantar las quejas del abuelo más las paradas "técnicas", ya previstas, que debieron realizar. Por eso salieron al alba y recién llegaron al estudio jurídico un ratito antes de que cerrara.
A esas alturas don Rotundo estaba callado y quietito, con una rigidez tal que al principio preocupó a sus acompañantes, porque cuando ingresaron al tramo final de la autopista la expresión de su mirada era una mezcla de asombro y desasosiego.
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Para cuando entraron a la Capital, el gaucho se persignaba cada treinta segundos. Los semáforos, el endiablado movimiento de los colectivos y taxis, los carteles luminosos, las vidrieras de los negocios, la cantidad de gente en las veredas, pero sobre todo el bochinche imperante lo amedrentaban terriblemente. Se preguntaba cómo en su sano juicio una persona podía vivir en ese ambiente por propia voluntad.
Cuando por fin se bajaron del vehículo para caminar sólo un par de cuadras hasta las oficinas de los abogados, un nuevo tándem de suplicios atormentó al criollo: Los zapatos y su traje. No llegaba a una docena las veces que había tenido que ponerse zapatos en toda la vida. Hombre de pata ancha, don Rotundo encontraba en las alpargatas el calzado perfecto para sus necesidades. Las alpargatas se amoldaban rápido a cualquier tipo de pies y la lona de su capellada se domaba en un par de días como máximo. Además, la soga de su suela era fresca en verano y tibia en invierno. Lo zapatos constituían verdaderas prisiones donde sus pies callosos no tenían forma de acomodarse sin hacerle ver las estrellas. En cuanto al traje, había sido comprado hacía más de diez años para acallar el persistente parloteo de la Tremebunda, su mujer, quien pretendía velarlo en forma apropiada y digna cuando llegase su momento. Era una prenda oscura sin color definido del almacén de ramos generales, pero de tan mala hechura que le apretaba donde debía quedarle holgado, y le holgaba donde tenía que ajustarle. Al comprarlo, nunca pensó que llegaría a usarlo en vida y ahora, mientras caminaba esos escasos doscientos metros para llegar a su destino, no podía evitar sentir un remordimiento tristón y cierta simpatía por los chacinados.
Mientras duró la reunión con los abogados don Rotundo, que no entendió una palabra de todo lo que se hablaba, miraba sin ver por la ventana y su mente divagaba por el campo. Pensó en la vaca Eulalia, que en cualquier momento iba a parir su primera cría. En la planta de kinotos que estaba embichada y a la que había rociado el día anterior con jabón blanco rallado diluido en agua de lluvia. Y en el abombado del Eustaquio, para ver si un par de días de juntar los huevos de las ponedoras y limpiar bien el gallinero no iba a resultar una expectativa demasiado ambiciosa para esperar de un joven empleado voluntarioso, pero con el marote eternamente en las nubes.
Cuando la perorata terminó, el gaucho que seguía sin entender nada de lo que ocasionalmente se le decía, asintió una vez más y firmó casi con alivio los documentos que le iban alcanzando. Cualquier cosa con tal de salir de allí lo más rápido posible. Sólo le quedaba aguantarse una noche de hotel y al día siguiente emprenderían el anhelado regreso al campo, su querido campo.
Ya en la calle nuevamente, todos parecían estar de muy buen humor. Tanto sus hijos como nietos lo palmeaban en la espalda y le decían, una y otra vez, que había hecho lo correcto. Que todo el trámite realizado hoy les evitaría a ellos muchísimos dolores de cabeza en el futuro y eso les quitaba un gran peso de encima.
Como aún faltaba un buen rato para ir a cenar y ya que la ocasión de estar en la Capital se les daba muy de vez en cuando, todos decidieron ir hasta un shopping center cercano. Claro, todos menos don Rotundo que no entendía por qué le decían shopping center a un centro comercial por más que estuviera en Buenos Aires, si seguía siendo la Argentina; que no le interesaba en lo más mínimo nada de lo que pudiera haber allí; y que no veía la hora de tirar toda esa indumentaria al demonio y calzarse una de sus camisas amplias, su chaleco, sus bombachas batarazas y sus entrañables alpargatas.
Como había que matar al menos tres horas, el gaucho accedió al último pedido de su descendencia, y se instaló resignado en una mesita solitaria detrás del ventanal de uno de los tantos cafés porteños. La consigna era esperarlos allí hasta que regresaran. Por ningún motivo debía salir a la calle solo. Pero una nueva decepción lo sorprendió cuando el mozo que vino a tomar su orden le dijo que allí no cebaban mate a los clientes, amargo o dulce. Ni siquiera preparaban mate cocido. Tenía que ser café o té (y entre estas dos opciones, de por sí bastante simples, se la complicó nombrándole un montón de variedades completamente ignotas de ambos brebajes). Se limitó tímidamente a pedir un vaso de agua mineral.
- ¿Perriere…? - Le preguntó el mozo.
- No sé… - Le respondió perdido y ya medio calentón el viejo - Tráigame agua, agua marca agua. ¿Me entiende? - El mozo dio media vuelta y se alejó con un bufido.
Don Rotundo quería que ese día terminara cuanto antes. Sorbiendo del vaso despacito, pues le causaba gracia las burbujitas que le estallaban en el paladar, se preguntó qué clase de agua sería esa y cuánto faltaría para que lo vinieran a buscar. No podía saber la hora porque nunca había usado reloj. Entonces empezó a pasear su vista lentamente por el panorama que le ofrecía el ventanal: ¿Por qué la gente parecía ir corriendo de acá para allá? ¿Todos estaban siempre así de apurados? Y los autos, ¿Por qué tenían esa molesta manía de hacer sonar la bocina a cada instante? El tráfico de transeúntes y autos se cortó por un momento y esto le permitió ver la vereda de enfrente. Allí, sobre la amplia pared blanca de un edificio cuadrado, sin gracia arquitectónica alguna, las grandes letras azul oscuro parecían estar dedicadas personalmente a él. Con gran desconcierto y asombro las releyó varias veces hasta que no le quedaron dudas: “Pare de Sufrir” rezaba el breve y claro mensaje.
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“Eso es lo que necesito”, pensó don Rotundo. “Parar de sufrir. Tengo los pies llenos de ampollas y por más que me afloje el cinturón, el dolor de cintura y barriga no cede porque el pantalón que me compro la Tremebunda hace una década es dos tallas menos de la que necesito ahora… ¡Qué embromar!” Llamó al mozo y pagó el agua a medio consumir. De propina ni señas.
Salió del lugar y cruzó la calle por imitación, es decir se paró al lado de las personas que esperaban que cambiase la luz del semáforo y comenzó a caminar cuando los demás también lo hicieron. Una vez del otro lado, en la vereda del “Pare de Sufrir” o Iglesia del Amor Infinito al Pobre Pecador Perdido del Reino Celestial de Dios Misericordioso, un joven sonriente apostado a la entrada le entregó una revista, la cual aceptó gustoso esperando encontrar en su interior unas buenas recetas caseras, de esas que se preparan con yuyos varios para calmar malestares y dolores. La dobló en tres, se la guardó en un bolsillo del saco y entró en el recinto.
A decir verdad el gaucho allí tampoco entendía nada. Pero nada de nada. En el interior no había médicos o consultorios, ni siquiera curanderos, solo una gran tarima en forma semicircular, elevada como un metro sobre el nivel del suelo y mucha gente parada enfrente. Sobre la tarima, un hombre morocho, petizo y cabezón con traje borravino, camisa inmaculadamente blanca y corbata dorada, con un extraño acento le decía a la multitud:
- Hermaos míos, o dulce camino au paraíso no es gratuito. Requere sacrificio y generosidad de seu parte. Por eso teu que dar. ¡Dar hasta que vocé senta dolor em seu bolsillo! Ése es o pagamento que les dará o boleto pra entrar au reino du Seor. Cuanto máis dinero dan a Deus, máis bendiciones recibirán. Si querem dejar atrás o sufrimento y sanar su alma tenem que aportar o diezmo, pero si vocé no aporta como es la obrigaçao de tudo bon seguidor de nossa familia cristiana, o sendero du cielo será cerrado por dois ángeles guardiaes y seu alma morará em o limbo. Eu posso garantizar que ahí em seguida los devorará o mismísimo demonio das tinieblas".
“¡El demonio…! ¡ Dios bendito!” Pensó Rotundo visualizando los fuegos fatuos que suelen verse de noche en campo abierto, y se persignó por puro reflejo. Solo atinó a decirle a una señora con cara de poseída que se encontraba a su lado bailoteando de un lado para el otro con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada en trance:
- ¿Dígame doña, qué es esto…? Yo vine a este lugar para calmar mi terrible dolor de pies.
- Tiene que comprar el jabón de la Limpieza Divina, contestó abstraídamente la mujer. Quinientos pesos.
- ¿Qué…? Pero si no están sucios. ¡Me duelen una barbaridad!
- Entonces hermano, hable con el pastor Gonçálvez. A lo mejor él lo hace caminar por un sendero de sal gruesa. Dos mil trescientos. Y mientras decía esto levantaba los brazos meciéndolos al unísono con el resto de los asistentes.
***
Afuera, los hijos y nietos de don Rotundo y el familiar de la Ford doble cabina observaban muy preocupados como la policía, los bomberos y el SAME se movilizaban desplegándose por la zona para tratar de encontrar al abuelo. Estaban entre asustados y enojados, pues le habían pedido explícitamente a don Rotundo que no se moviera de ese café hasta que ellos volviesen a buscarlo. Y ahora estaban ahí, parados en la puerta, con un nerviosismo que escalaba a medida que pasaban los minutos sin que el abuelo apareciera.
El primero de los nietos en notar al grupo tristón y cabizbajo que salía por la puerta del templo de la vereda de enfrente, registró en principio la ocurrencia como una más de las tantísimas cosas que acontecían en las ajetreadas calles de Buenos Aires. Pero cuando ya empezaba a girar la cabeza en otra dirección, le pareció notar algo familiar en la forma de caminar de una de las figuras que emergían del edificio. Volvió a mirar, esta vez con más atención, y ya no le quedó duda que uno de los que allí salían era su abuelo. ¿Pero qué diantres hacía el viejo vestido con una túnica blanca, en sandalias, y silbando alegremente con una carpeta en la mano?
Codeó a los demás y sin poder hilvanar palabra les señaló a la figura que venía cruzando la calle, ahora con una soltura desconocida por ellos.
El desconcierto hizo que todas las preguntas imaginadas quedasen tronchas antes de llegar a ser proferidas por las bocas de sus familiares aturdidos. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Dónde? Y otras muchas se les atragantaron en el garguero en una rara mezcla de emociones, en las que ahora empezaba a predominar el alivio.
El viejo les ahorró saliva. Al verlos a todos juntos y pareciendo disfrutar un poco de la cara de espanto que tenían puesta, les dijo simplemente:
- Al traje ya no lo aguantaba más. De los zapatos, mejor ni hablo. Y después de que me sacaran como tres mil pesos en tilinguerías que no sirvieron para nada, pude finalmente conseguir este camisón y las chancletas. Decidí también bajarle un poco los humos a ese petizo fanfarrón del pastor y cuando averigüé de donde era, lo desafié a un partido de truco. Mi campo contra su iglesia.
- ¿¡Te jugaste el campo en un partido de truco…!? - Preguntaron todos a coro.
- Sí señores, en el altar. Un chico seco, sin flor ni revancha. Acá tienen - Les dijo mientras les entregaba la carpeta que agarraron como si se tratara de brasas al rojo vivo - Mañana, antes de volver, me imagino que querrán agregar esta propiedad al patrimonio. Esos brasileros del sur, agrandados y verseros como ellos solos, siempre creyeron que sabían jugar al truco mejor que nosotros, que lo inventamos. Vamos ya pa’l hotel que estoy molido.
Con la última luz del sol y sin saber siquiera para donde iba, la túnica flameando con la brisa, don Rotundo empezó a caminar seguido por toda su silente prole atónita, ofreciendo a todo aquel que pasara por el lugar una mística imagen surreal, casi bíblica.
Como Sapo de Otro Pozo -
GNU FDL -
Griselda Brollo y José Oliva
Escrito en forma conjunta con la escritora y poetisa zarateña Griselda Brollo.