La idea de realizar un viaje en crucero nos pareció agradable a ambos. La disyuntiva fue decidir entre el que cubría la ruta antillana occidental en siete días o el de la ruta oriental de diez días de duración y más escalas.
La decisión fue tomada en base al compromiso con nuestras obligaciones laborales, que no podía exceder el límite de una semana completa. Entonces, el elegido fue el crucero que haría escalas en Cozumel, la isla Gran Caimán y Jamaica, alternativamente.
Iba a ser nuestro primer viaje en una de esas verdaderas ciudades flotantes y nuestra expectante anticipación era de una intensidad casi infantil. Preparamos todo con gran ilusión y el día que abordamos el buque nos esperaba una hospitalaria bienvenida de la tripulación con agradable música caribeña y exóticos tragos multicolores. Nos sentíamos realmente exultantes.
Un par de horas más tarde, luego de zarpar, entre risas fáciles sin mucho sentido, asistidas seguramente por el alcohol, llegamos a nuestro camarote para acomodar nuestro equipaje. Nuestra predisposición era óptima para disfrutar a pleno de los siguientes siete días de puro placer.
El viaje fue estupendo y colmó todas nuestras expectativas previas, pero ahora en perspectiva, esa semana tan deseada se nos escabulló demasiado rápido. Rescato en mi memoria la excursión a las ruinas mayas de Tulum, la travesía por la cascada del río Dunn en Jamaica y nuestra breve visita a la peculiar e ínfima localidad de Infierno, en la Isla Gran Caimán. Allí había una diminuta oficina de correos, desde donde era habitual que los turistas enviasen postales a familiares y amigos marcadas con el curioso matasellos del “Infierno”. En este lugar, así llamado por la extrema aridez de su suelo de piedra caliza, hay una zona inaccesible de oscuras puntas rocosas muy afiladas y juntas que sobresalen del suelo, que los locales no dudan en comparar con lo que suponen debe ser el averno. Fue allí mismo, a un costado de la oficina de correos, donde la única sombra existente era provista por un solitario arbolito cuya fronda no muy tupida consistía en un ramaje con hojas ovoides y carnosas. Esa planta, que según el guía era popularmente llamada árbol de la vida, era lo único que podía crecer en ese terreno yermo. Sus hojas, nos explicó, tenían varios usos medicinales y poseían la singular característica de seguir vivas por largo tiempo luego de ser separadas de la planta y que, al entrar en contacto con tierra húmeda, echaban raíces y tallo para formar una nueva planta.
Cuando se nos invitó a llevarnos una hoja de recuerdo, mi esposa, entusiasta jardinera, fue la primera en desprenderla y colocarla entre las páginas del libro que estaba leyendo.
Luego de desembarcar al final del viaje, volvimos apresuradamente a casa para intentar una transición a nuestra vida diaria comprimida en una tarde. El siguiente día nos envolvió con la acostumbrada rutina anterior. No fue sino hasta varios días después de nuestro abrupto reajuste a la cotidianeidad, cuando una noche, ya más tranquilos y en cama, mi esposa quiso retomar la lectura de su libro. Al abrirlo, la hoja amarillenta, con su suculencia casi marchita le hizo notar su presencia cayéndole sobre el pecho.
Los agradables recuerdos aún frescos del viaje afloraron de golpe. Mi mujer ya no tuvo ganas de ponerse a leer. Mientras apagaba la luz, dijo sonriendo: “Mañana sin falta te planto, aunque no creo que vivas”
***
Mi esposa, más por compasión arbórea que por una esperanza real, esa mañana, antes de irse a trabajar fue hasta el fondo de nuestra propiedad suburbana, hizo un hueco muy poco profundo con sus dedos, depositó la hoja que creía sin esperanza de vida y la cubrió apresuradamente con el mismo puñado de tierra que había removido. Ni siquiera tuvo tiempo de regarla.
El domingo siguiente entró impetuosamente a la cocina, donde yo estaba preparando el desayuno, diciéndome entusiasmada que un tallo muy delgado pero firme estaba surgiendo del lugar donde había plantado la hoja moribunda. Se sentía verdaderamente sorprendida y orgullosa a la vez.
Dos semanas después, había brotes de la planta por todos lados. Diez días más tarde, las plantas crecían hasta en los intersticios de las baldosas del patio y se adueñaban de cada grieta existente en el muro de ladrillos.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para recordar los pocos detalles que el guía nos había proporcionado y que me permitieron finalmente, luego de una intensa búsqueda, encontrar lo que deseaba en internet. Bryophyllum Pinnatum, ese era el verdadero nombre científico del pertinaz enemigo que estaba usurpando nuestro predio.
Ninguno de los herbicidas conocidos pudo frenar la agresividad de su avance. Cada método que utilicé para erradicarla, por extremo que pareciera, falló miserablemente. La única planta que era capaz de crecer en el Infierno, era resistente a todo lo conocido.
Ahora la invasión es total. Desde hace una semana que ambos debimos refugiarnos apresuradamente en el sótano. Desgraciadamente no tenemos familia cercana. Nuestros amigos son escasos y tan ocupados como solíamos estar nosotros mismos. No es inusual que transcurra más de un mes entre nuestros esporádicos contactos. Rogamos para que algún vecino note nuestra ausencia, aunque en este lugar realmente nadie se mete en la vida de los demás. No sabemos si nos van a cortar la electricidad por falta de pago antes de que se nos acaben los escasos alimentos y el agua que nos queda. El oxígeno ha comenzado a enrarecerse. Aquí abajo no hay señal de internet o celular. Tampoco ayuda mucho estar sepultados bajo toneladas de ramas y hojas del árbol de la vida.
Sin ayuda exterior, y sin siquiera poder llegar a precisar qué clase de auxilio sería necesario para frenar a tan formidable adversario, es absolutamente imposible salir.
Mientras mi esposa logra conciliar unos minutos de sueño tenso e inquieto, yo, sucio, barbudo e insomne, ya no estoy seguro si lo que percibo es realidad o ficción. Por la ranura de la pequeña tapa de entrada al tope de las escaleras, que intenté sellar con cuanto material tuve a mi alcance, una pequeña lanza verde se abre paso triunfante con empecinada determinación.
El Árbol de la Vida -
GNU FDL -
Fobio