LA SOMBRA DEL PARAÍSO
El hombre que está parado en la esquina es Pedro Montalvo, siempre lo vas a ver en compañía de su perro, hasta al Banco va con él.
Pedro fue un destacado en el deporte amateur, míralo bien, quién diría que cuando joven contaba con condiciones innatas para cualquier disciplina y un físico privilegiado.
A pesar de haber tenido varios ofrecimientos de entidades importantes nunca quiso emigrar del Club Estrella, decía que no le interesaba ganar mucha plata, ni ser famoso y que la gloria era nada más ni nada menos que una estatua que cagan las palomas.
Si algún día hablas con él te aconsejo que no le menciones sus tiempos de deportista, prefiere no recordar, sólo lo hace cuando se encuentra con algún compañero de antiguas jornadas.
El otro día lo encontré sentado en el bar de la cortada, como de costumbre lo acompañaba el pequeño Escoty echado bajo una silla, cuando lo saludé me invitó a compartir un café.
Amparada por la sombra de un paraíso, la mesa mostraba un libro de grueso tamaño forrado en papel madera y sobre él sus lentes. No tuve tiempo de preguntarle que estaba leyendo, el mozo interrumpió para levantar el pedido a la vez que le acercó a Escoty un bols con agua fresca que traía en la bandeja.
Las conversaciones con él siempre me aseguraron gratos momentos, pero ese día su clásica sonrisa se había fugado y los ojos parecían dos caminantes de un largo sendero de tristezas.
La trágica desaparición de su hija en un accidente lo había golpeado fuerte. Aunque el episodio databa de tiempo, pensé que era esa la razón por la cual su voz sonaba débil y entrecortada.
Monosílabos sin importancia se mezclaron en los pocillos al tiempo que apurábamos esa bebida compañera de tantas peregrinaciones del alma.
Sin embargo, resultaron otros los motivos que tenían alojado a Pedro en el páramo de la nada.
No fue necesario hacer preguntas, corrió la taza a un costado y comenzó diciendo –todas las tardes en esta misma mesa, dos horas de lectura que muchas veces me cuesta memorizar y luego con Escoty a mi lado la vuelta a casa. Seis cuadras que extendería por miles, para no llegar nunca pero, son seis… sólo seis. Después la estricta cena aconsejada por el doctor Carvajal, que no pasa de una taza de té con tres o cuatro galletas o alguna fruta, la última dosis de medicación y la noche con su inagotable catálogo de recuerdos.
Las mañanas sólo se diferencian cuando descubro que un nuevo dolor arrenda sin permiso una zona de mi cuerpo, las compras del día estirando el dinero para poder seguir acudiendo al festejo del café de la tarde y al regresar con el paquetito, el almuerzo permitido y los mínimos quehaceres de la casa que ya no luce como antes. Limpiar el jardín se convierte en una tortura…no me alcanza el dinero para pagar a quién lo haga, lo mismo que con las cortinas que por su peso ya no puedo lavar.
Así pasan los días, entre la conciencia de lo que no puedo hacer y lo poco que hago-.
Tras un instante prosiguió pausadamente - Me olvidaba, todos los meses tengo un día para el cual me preparo como un novio, la mejor camisa, los zapatos lustrados, el saco que tanto le gustaba a mi esposa y hasta dos gotas de la colonia que me regaló el día de mi cumpleaños el mozo del café de la cortada, quién en ocasiones también me obsequia un paquete de tabaco para mi pipa de tantos años. Ese día aunque no le guste, cepillo a Escoty y salimos en busca de la gloria, la jubilación en el Banco y la receta del doctor en la farmacia.
Sin duda que es un día de gloria, lo corroboran las palomas que desde las cornisas del Banco, siempre me confunden con una estatua.
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