Malvada Locura – VII
(Séptimo relato de la serie Malvada Locura)
El olor de la ginebra mezclado con el olor de su lápiz de labios produce una especie de seducción destructiva que me excita y aprieta las sienes. Tomo un trago, como un perro olisqueo su piel: una mortaja pálida, sudada y exhausta en la que me gustaría hurgar el dedo para descubrir que hay debajo, no estoy del todo seguro de que sea humana, como no estoy seguro de querer que lo sea. Ajena, ella habla, ríe, canta alguna balada tontorrona, abre las piernas y me enseña con desparpajo una asombrosa pelambrera negra que me deja fascinado. No lo pienso, con fiereza hundo la cara en su coño, lo hago con tanta violencia que yo mismo me sobresalto. No tardo en sentir mi pene endurecido. Como un lunático trepo por su cuerpo, sólo pienso en una cosa: penetrarla, penetrarla, penetrarla... Con la primera embestida tengo la sensación de haber cruzado el umbral hacia una quinta dimensión de la que no quiero volver jamás. Ella gime, suspira, cierra los ojos y al abrirlos veo a una araña que se esmera en adueñarse, por mi pene, de mi alma. Me asusto, pero no me retiro, al revés, siento un extraño anhelo de mortificación total y absoluta que me excita aún más. Deseo que logre su propósito, que me arrastre con ella condenándome a una no existencia de tormento y expiación en lo profundo de su vagina de araña. Pienso en ello obsesivamente y cuanto más lo pienso, más necesario se hace; y cuánto más necesario se hace, más real se vuelve; y cuanto más real se vuelve, más cerca presiento el momento definitivo, la llegada de la araña, el fin, el principio y cuanto más cerca de halla ese momento más excitado me siento. Poseído, frenético, me agito sobre su cuerpo. Me siento al límite de mis fuerzas. Gruño, sudo, resoplo, me retuerzo... no sé cuento tiempo más podré aguantar el esfuerzo, pero no me detengo ni un miserable instante, al revés, la penetro con más ahínco. Esto ya no se trata de un mero ejercicio sexual, ya no se trata de dos cuerpos unidos en la cópula, ya ni siquiera se trata de una acto de placer. Se ha convertido en una suerte de ekpyrosis uterina, en un retorno a la condición orgiástica del tiempo, en un perecer sin causa ni fin en el núcleo lascivo del caos primordial, se trata de dejar de existir para ser plenamente en las llamas de una mortificante toma de conciencia... ya ni siquiera se trata de ella o de mí... somos toda una multitud los que aguardamos la llegada de la araña. Esperamos ese momento, pero ese momento no llega. El tiempo ha derivado de la era de Piscis a una era obsoleta, impotente, incapaz de aprehender el devenir de la auténtica Edad Del Hombre.
Vuelvo en mí tres o cuatro días después, Z. se sienta a mi lado, me coge de la mano, me pasa su copa, me echa el humo de un cigarrillo en la cara, sonríe y me susurra: “Estoy cachonda”, luego se echa a reír, se aprieta contra mí; su mirada se tensa, crece, puedo ver claramente allá a lo lejos lo que parece una esfera de hierro que se sustenta en un vacío perfecto. Es una visión incómoda y al mismo tiempo familiar, demasiado familiar. Es como si ya hubiera pasado por todo esto. Nuestros labios se tocan, su boca se abre, se expande en la mía y yo crezco en la suya. Su sabor me devuelve mi propio sabor, aterrado la echo hacia atrás de un empujón. Ella me mira sorprendida, me insulta enfadada. La esfera se cae, se estrella en mil pedazos, desvío la mirada, cierro los ojos, no quiero verlo, pero es imposible, lo veo todo claramente en mi mente. Cuando abro los ojos todo a mi alrededor se ha derrumbado; techos, paredes, todo se ha resquebrajado y hundido. La ciudad entera es un cúmulo de ruinas bajo lo que queda de un cielo desangrado que agota sus últimas fuerzas.
Grito con todas mis fuerzas. Estoy solo, totalmente solo entre los escombros, perdido en esa inmensa soledad de ruinas fantasmagóricas medio erguidas como centinelas de la muerte que me rodean y me observan mientras mi voz quebrada aún resuena en un eco grotesco que no encuentra su fin; fluye, se propaga por los siete mares, se retuerce, pero no cesa.
De entre los escombros aparece un crío sucio y esquelético con la boca abierta, mirándome fijamente a los ojos. Se acerca despacio hacia mí. De su boca sale un chirrido tétrico y reptiliano que, según se acerca, se va haciendo más nítido, más reconocible, más humano.... y cuando ya está tan cerca que no puedo oír ninguna otra cosa, descubro aterrado que es mi propio eco, mi propia voz lo que estoy escuchando de boca de aquel muchacho. Caigo de rodillas ante el crío sin saber que hacer. Sólo cierro los ojos y escucho mi voz saliendo de su boca como si la hubiera perdido tiempo atrás en una era antediluviana y ahora, por fin, acabara de recuperarla. Cuando abro los ojos de nuevo, el crío está tan cerca que puedo ver claramente sus ojos biliosos, sus dientes grises, su piel ajada como la de un leproso. Me mira a los ojos y sin embargo tengo la impresión de que realmente no me ve. En el cielo, una luz débil, enferma se arrastra con dificultad, no brilla, no precede a la noche, no traspasa las fronteras del espíritu, se desvanece sin más como un oscuro dios en las fosas del olvido, dejando tan sólo el nombre de algo que mañana nadie sabrá que significa: hubo una luz en el cielo, se dirán los hombres.
Derrumbado sobre la taza del váter, contemplo indiferente mi rostro reflejado allá abajo en un charco de orina. Me miro a los ojos: he muerto y he vuelto una vez más a la vida. La cabeza me da vueltas, una sacudida en el estómago me hace vomitar. El hedor de bilis mezclado con el olor del alcohol me devuelve a la realidad, no de este momento, sino a algo primigenio que se revuelve en mi pecho y que jamás lograré asimilar, pero que conforma lo que soy.