::::::::::In nóminas nimias et lerdo et sumo desaborío::::::::::
Julio cogió la lista y antes de quemarla le echó un vistazo por última vez. Había cuatro, de los trece deseos, tachados en rojo. Cuarenta y nueve años hacía desde que había escrito el primero:
1.Seré el primero en algo.
2.Me tiraré en paracaídas.
3.Iré a China de la mano de una mujer preciosa.
4-Me casaré antes de los treinta.
5. Tendré un hijito sano.
6-Tendré un trabajo que en poco tiempo me hará rico
7.Mi hijo me superará en todo con creces.
8.Antes de morir veré a mis nietos crecer fuertes y sanos.
9.Moriré mucho antes que mi hijo.
10.Todas mis deudas quedarán más que resueltas antes de morir.
11.Haré realmente feliz por lo menos a una persona.
12.Me moriré en paz y tranquilo conmigo mismo, sintiéndome pleno, feliz.
13.No moriré solo.
Al cumplir los cuarenta y cinco se rindió y dejó de tachar, la lista estaba maldita.
Como pronosticó en un principio, fue el primero de su promoción, experto en contabilidad y dueño de una maestría perenne en lo referente a las matemáticas. Sus padres le premiaron con un viaje, el que él quisiera, sin miramientos. Por supuesto, sería China. Todo iba bien, algún que otro cambio en el orden establecido, pero estaba bien. Veintitrés años recién cumplidos, apuesto, valiente y talentoso. Toda una vida por delante.
El deseo de ir a China se cumplió a medias, porque sí, iba en compañía de una chica preciosa, a la que por desgracia podía mirar pero no tocar, su prima Seri –Bah, no importa, igualmente ¡Iré a China! ¡Mi sueño!-
Y en China cumplió el segundo, saltó en paracaídas. Qué mala suerte, a diez metros del suelo el arnés se soltó y la caída le propició su más leal compañera de viaje durante dos eternos años, su silla de ruedas.
Al tiempo, los médicos encontraron unas piernas ortopédicas que le irían de maravilla. Veinticinco años, piernas de acero inoxidable y toda la vida por delante. No le iba a impedir eso cumplir sus sueños, ni en broma.
Su enorme talento y su afán de superación le consagraron con un puesto de director en un banco de renombre. Cumpliendo en unos tres años su sexto deseo, y menos mal que nunca se supo como habían desaparecido los quince mil cuatrocientos euros de la caja… Que si no…Cualquiera tiene un tropiezo en esta vida, que se lo digan a él –Ni con todo el dinero del mundo podría pagar yo mis piernas de carne y hueso, tampoco es para tanto- Se solía autoconvencer.
El dinero llama al dinero, ¿no dicen eso? Pues eso pensaba él.
Optimista sin reparo, pero con una enorme chepa de pesadumbre y complejos de hierro.
Y quiso Dios, una tarde de septiembre unirle a Pepa, la hija de un compañero de trabajo. Bellísima, inteligente y divertida, la mujer más maravillosa que había visto en su vida. Un año de noviazgo, y una pedida de mano tan romántica como distinta. La relación perfecta, con sinceridad, sin complejos, sin trampa.
Lástima que el vientre de su mujer yacía mudo de nacimiento, y no verían los frutos del amor en los ojitos del niño o niña que jamás tendrían. Podían adoptar, sí, era una opción, pero no la que deseaba Pepa. Pepa perdió la ilusión, los años la vistieron de sonrisa enlutada. Un distanciamiento incipiente nació entre las sábanas, Julio, a veces furioso, a veces compasivo, se dejó avasallar por el conformismo sin sexo, sin caricias, sin Pepa. Pepa, por el contrario, se aferró a su non nata y perdió la fe además de la cabeza. Se casaron con veintiocho años, a los treinta y cinco, Pepa, decidió reunirse con su niño, con unas copas de más y unas cuantas pastillas para no dormir.
Desde aquel día Julio no consigue pegar ojo. Tacha y tacha la lista que nunca verá cumplida.
Cansado, mira su reloj y es consciente de que lo que le sobra ahora es tiempo.
Encoma ilusoria.