Coco elevó la vista hacia el cielo limpio del crepúsculo como tenía que ser y exhaló un largo, profundo y sentido suspiro. Como todo ser viviente, ponderó a la muerte filosoficamente.Claro que con la única filosofia que la existencia le había permitido conocer, la callejera. Aún así no pudo evitar irritarse.
Mientras miraba tristemente el firmamento, le brotó una lágrima gorda que le resbaló por la mejilla áspera y cerdosa hasta hacer contacto con la comisura de los labios.
“¿Cómo podía haber gente tan imperturbable a estas cosas?” Pensaba totalmente absorto en sus cavilaciones. O quizás lo trágico era sólo como él lo veía. “¿Acaso no vamos todos para el mismo lado y hacia el mismo fin?” Sabía que predicaban los más pragmáticos. Una catarata de estúpidos clichés mediocramente propicios para la ocasión le inundó la mente:
“No somos nada”
“Hoy estamos, mañana quién sabe”
“Vivamos el momento”
“Nadie tiene la vida comprada”
Bla, bla, bla, bluufffff.
“¡Qué sarta de pelotudeces!” Volvió a pensar Coco, sacudiendo la cabeza con disgusto como para librarse de tan remanido sentimiento común y barato. Tragó saliva y deseó con toda el alma poder comprenderse un poco más y mejor a si mismo. Su comportamiento, bastante fuera de la generalidad, pero para él tan sinceramente justificado, no hacía más que ahondar su desprecio hacia la insensibilidad, o tal vez la incomprensión humana.
La naturaleza lo había dotado con un paupérrimo escudo contra las emociones. Casi todo lo penetraba y eso lo hacía sentirse triste y un poco solo, pero siempre desafiante en defensa de sus verdaderos sentimientos.
La Zarquita había sido una muy efimera compañía. De esas breves pero que dejan huellas profundas. Una verdadera estrella fugaz...
Otra estupidez, común hasta el hartazgo, pero que en el fondo de su raciocinio tenía un amargo dejo de validez, era la de achacarse cierta responsabilidad por lo ocurrido.
“Tuve la oportunidad de salvarla y no lo hice. Opté por mi comodidad y mi conveniencia, eligiendo cerrar los ojos a una necesidad evidente.” Se castigó dolorosamente.
“¡Basta, basta ya, por favor!” Se impuso con un gran esfuerzo mental en medio de un torrente de llanto y autoconmiseración que ahora le cerraba la garganta.
Permaneció un largo tiempo con la mente en blanco, sin animarse a pensar nada más, mirando obstinadamente la punta de sus zapatillas. Sintió una seca palmada en el hombro izquierdo y reconoció la voz de Tito, que un poco socarronamente a pesar del esfuerzo, le dijo:
- ¡Dále che, no te pongas así! ¡Vamos, arriba ese ánimo! Después de todo era sólo una perra...
Coco se dió vuelta como un relámpago para ponerse cara a cara con su interlocutor, un viejo amigo de años. Le perforó los ojos con la mirada. Por un largo y penoso instante consideró muy seriamente aplastarle la nariz de un puñetazo. En su lugar, giró bruscamente dándole la espalda y se alejó del lugar sin pronunciar palabra alguna.