La gran ciudad despertaba. Como cada mañana, empezaban a hormiguear los seres, saliendo de las bocas del “metro”. Cientos de máquinas atascando las carreteras, yendo de acá para allá. Cientos de luces se apagaban y se encendían en los semáforos. Nadie miraba a nadie. Iban con la cabeza baja, deprisa, corriendo, mirando al reloj como si llegaran tarde; y se metían en altas colmenas de hormigón, para moverse entre bosques de ordenadores, de hojas de papel y montañas de transferencias bancarias.
Entre toda esa multitud, destacaba un hombre que a simple vista, parecía un mendigo.
Andaba despacio, con pausa, sin prisa, mirando a todo ese caos de máquinas, de gentes, de luces, como si no perteneciera a este mundo.
Iba vestido con un sombrero y un guardapolvo negro, como si fuera una capa. Sus cabellos eran grises, y en su nariz, montaban unas gafas pequeñas y redondas. En sus manos llevaba un viejo libro que apretaba con fuerza, con miedo a que se le cayera o, tal vez, le robaran.
Recorría la ciudad de un lado para otro; de vez en cuando abría su viejo libro, apuntaba algo o, simplemente, lo hojeaba, y volvía a caminar y
miraba a los altos edificios, a los coches, a las gentes, suspirando.
2
Aún recordaba que él había pertenecido a ese mundo, donde los valores humanos se habían perdido.
Que sólo primaba la ley del dinero, y las palabras cómo amistad, generosidad y humildad, habían desaparecido.
El fue un hombre de negocios, no muy acaudalado, pero sí, confortable.
Había formado una familia con una mujer y dos hijos.
Tenía una casa grande y luminosa y se sentía orgulloso de lo que era y a adonde había llegado.
Hasta que algo le pasó.
Tuvo un sueño. Un sueño extraño que le cambió por completo.
Se vio reflejado en un espejo en el que vio pasar toda su vida en unos instantes, y al fondo, una gran montaña, y detrás de la montaña una ciudad que no tenía nada que ver con las que él conocía.
Era una ciudad llena de jardines; en la que sus habitantes parecían felices; andaban sin prisas, como recreándose en cada paso que daban, y, en cada momento que vivían.
Los animales andaban con las personas, los árboles y las plantas, se mecían a un ritmo silencioso pero afable, como si hubieran llegado a un acuerdo, seres y naturaleza, para mantener un equilibrio y convivir pacíficamente.
En ese momento, cuando el miraba todo como extasiado, se le acercó una mujer de mediana edad, y, sin decirle nada, le sonrió y le entregó un libro con tapas de piel negra.
En ese momento se despertó y se vio en su cama, se levantó dándose cuenta de que todo había sido un sueño; al volverse para coger una prenda, vio algo encima de la almohada, dandose cuenta de que se trataba de un libro, lo cogió y casi se le cae de las manos, pues se trataba del libro que le habían dado en el sueño.
Lo abrió estupefacto y vio que sus hojas estaban en blanco, con tan solo unas palabras extrañas
que no supo descifrar.
-3-
Desde ese mismo día, su vida cambió por completo, abandonándolo todo. Se dedicó a buscar la ciudad que había visto en el sueño.
Recorriéndose todo el mundo, ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, montaña a montaña.
Vio ciudades ricas, pueblos pobres sumidos en absurdas guerras.
Gobiernos que se enriquecían y tenían a su pueblo muerto de hambre y comprando armas a las grandes potencias, para someterlos con dictaduras salvajes.
Pueblos indígenas, apegándose a la poca tierra que tenían, arañándola día a día; labrándola y sembrándola.
Se recorrió el mundo de norte a sur. Y todo lo que iba viendo, él lo iba escribiendo en el extraño libro. Pero sin encontrar la ciudad soñada.
4
Pasaron muchos años, pero él no cejaba en su intento. Como un caminante ó un mendigo. Hasta que viejo y cansado, decidió volver a su ciudad natal, para ver si desde ella, podía encontrar un nuevo camino.
Sumido en estos recuerdos, volvió a la realidad, dándose cuenta de que ya había anochecido. Se echó la capa, tapándose la parte delantera del cuerpo y sentándose en un banco, se dispuso a dormir.
Medio adormilado, empezó a ver sombras moverse por entre los coches y las calles estrechas, arrastrándose como con miedo de que los vieran; eran los perros de la noche, gentes a quienes la miseria les había llevado a la delincuencia y la droga.
Al hombre se le saltaron las lágrimas, sintiendo una profunda pena por este mundo sin esperanza. Este mundo que los hombres hemos hecho cruel y egoísta.
Abriendo el libro leyó con claridad las palabras que en un principio no entendía:
“El hombre escribe su destino para
Encontrar la ciudad de la Esperanza,
O, perderla.”