Nada fué tan serio como Julio lo había pintado. Llegó a la oficina, se disculpó con esa buena excusa ante su superior y la mirada pérfida de la eternamente envidiosa Emilse. Se sentó en su escritorio y se dedicó a resolver los “quilombos” de a uno por vez.
Esa tarde se quedó una hora más tarde, para compensar su demora del mediodía. Antes de salir, le recordó a su supervisor que no regresaría hasta la tarde del día siguiente y éste lo miró entre sorprendido y confuso.
- Por lo de mi tesis en la facultad ¿Se acuerda ahora? Ya lo habíamos hablado un par de veces la semana pasada.
Cuando el jefe recordó, asintiendo de mala gana, Eugenio dejó rápidamente el edificio y se dirigió a encontrarse con sus amigos del taller, más para desearse mutuamente buena suerte, que para charlar sobre los temas de estudio. Esa tarde volvió temprano a casa.
Quería sentir la compañía de Norma. Todo lo que humanamente pudo haber hecho para su preparación, lo había hecho. Agregar unas pocas horas más esa noche no iba a significar ninguna diferencia en el resultado final. Decidió compartir la mesa con ella y hablar un poco más extensamente de ambos, del futuro y de sus mutuos planes.
Norma estaba muy contenta con su trabajo como maestra jardinera, porque le gustaba de alma lo que hacía y no ganaba mal. Eugenio, por el contrario, no podía esperar para conseguir algún trabajo estable como profesor de literatura en alguna universidad de humanidades. Anticipaba con deleite y ansiedad su renuncia en la oficina y esperaba poder hacerlo, con un poco de buena suerte, a la mayor brevedad. Se sentía tan aliviado por la finalización de su trabajo académico y por la tangible promesa de un futuro mejor, que hasta tuvo la osadía de beber media copa de vino Chardonay con la cena.
A eso de las diez, ambos se hallaban tan relajados como no lo habían estado en mucho tiempo. Se fueron a acostar y se durmieron casi enseguida pensando uno en el otro. El último pensamiento conciente de Eugenio, fué la noble paciencia y lealtad que Norma le había demostrado en esas últimas semanas pasadas.
La única que sabía del punto débil en su cuerpo era Crimilda, su esposa. Pero un amigo de la pareja de nombre Hagen, uno de esos con piel de cordero y corazón de lobo, siempre sospechó algo raro, y enfermo de envidia por la riqueza de Siegfried y por sus poderes, fué urdiendo una telaraña de mentiras y conspiraciones, hasta que finalmente pudo extraer de Crimilda, bajo falsas nobles excusas de querer proteger a su esposo, la localización del único punto vulnerable en el cuerpo del guerrero. Ella, confiando en las palabras del diabólico Hagen, hasta llegó a coser una cruz roja en la parte de atrás de la túnica de su marido, indicando el lugar exacto de su fragilidad.
Hagen organizó una partida de caza, ocasión que ambos amigos disfrutaban enormemente. Una vez en el bosque y mientras Siegfried se arrodillaba para beber de un ojo de agua, el vil traidor le hundió su lanza en la espalda, entre los omoplatos, matándolo al instante.
Crimilda, sumida en una profunda desesperación por su infamia involuntaria, consagró entonces su vida a vengarse del asesino de su amado esposo. Como primera medida...- Riiiinnng, riiiinnng, riiiinnng – Eugenio, atontado por el sueño, manoteó el botón superior del reloj despertador para detener el insistente sonido.
Mientras se estiraba perezosamente bajo las mantas, puso en orden sus pensamientos y después de unos minutos se levantó a regañadientes y se dirigió hacia el baño. Norma se sentó al borde de la cama, se echó como una autómata la bata encima del camisón y lo siguió en silencio. Prendió la luz de la cocina, puso a calentar el agua para el café y cortó las rebanadas de pan para la tostadora.
Mientras Eugenio se afeitaba frente al espejo empañado, escuchando la pequeña radio sobre el estante a bajo volúmen, Norma abrió la angosta puerta del baño. No le incomodaba orinar en su presencia, ni podía aguantar hasta que él desocupara el baño.
Al entrar al estrecho recinto para llegar hasta el inodoro del otro lado de la hoja metálica, involuntariamente golpeó con uno de sus codos la espalda de Eugenio, entre los omoplatos. Este sintió un ardor de fuego en su mentón e inmediatamente sendas gotas de sangre cayeron sobre la mano que sostenía la afeitadora. Se miró alarmado en el espejo, mientras Norma se disculpaba con vehemencia por su torpeza. Un hilo de sangre carmesí le corría hasta debajo del mentón, donde se acumulaba y goteaba fluidamente sobre el blanco lavabo.
Un inexplicable sentimiento de angustia lo invadió casi en seguida. La tranquilidad y seguridad de la noche anterior desaparecieron como por arte de magia, y su propia desesperación lo llevó a preguntarse si esto era una especie de premonición. ¿Era esa su propia sangre vertida o acaso la sangre del Nibelungo?
FIN