La mañana siguiente fue un poco diferente para Eugenio. Tenía que concurrir a la sala de conferencias de un hotel cercano a su trabajo para asistir a un curso de capacitación. Inserción Proactiva de Productos en el Mercado o algo así. No estaba muy seguro. No le importaba mucho tampoco.
Pudo mantenerse a duras penas despierto, gracias a que el presentador era un tipo inusualmente maleducado y agresivo, que dictaba el curso como si se tratara de un informe militar. En un momento determinado y para enfatizar un punto lo más claramente posible, golpeó el puntero de madera con tal intensidad sobre la pizarra, que lo partió en dos pedazos.
Hubo risas apagadas entre los concurrentes, pero el tipo, sin inmutarse, llamó por el intercomunicador al servicio de conferencias para que le trajeran de inmediato otro puntero. Unos minutos después de un nervioso silencio, golpearon suavemente la puerta y apareció un viejo empleado que le alcanzó el nuevo instrumento.
El anciano reconoció a quién tenía delante suyo, pués era quien había demostrado ser el único guerrero capaz de sacar la espada clavada en el tronco y por lo tanto, su verdadero dueño. Pero le recordó la clara advertencia hecha de no abusar de su poder. Ahora, le decía, la espada estaba rota en dos partes por sus excesos y negligencia y el poder se había roto con ella. Ya no sería invencible. Y sólo aquel que fuese capaz de repararla, recuperaría sus mágicas propiedades.
Eugenio decidió que al finalizar el curso esa tarde, recogería y se llevaría consigo los dos trozos de madera para intentar unirlos. Actuaría entonces como Siegfried, hijo del abusador Sigmund y le daría a la espada Balmunga un uso más noble y honorable. Mataría con ella al temible dragón que protegía la entrada de la cueva de Fafner, que guardaba un fabuloso tesoro y lo rescataría para su beneficio y el de sus más selectos allegados.- ¿Verdad señor Buren? ¿Le parece que éste puede ser el procedimiento correcto en esta situación particular o usted cambiaría algo? Por favor, ilumínenos con su opinión señor Buren... – lo increpó sarcásticamente el presentador.
Ante la inesperada pregunta, Eugenio volvió abruptamente a la realidad que lo rodeaba y sólo atinó a admitir, enrojecido por la verguenza:
- Lo siento señor. Me distraje unos instantes y no estaba prestando debida atención. Mis disculpas.
El presentador hizo una mueca de profundo disgusto y sin decir más, siguió caminando bien erguido entre la hilera de mesas, buscando una próxima víctima.
Eugenio hizo un esfuerzo supremo para que su mente le dedicara un mínimo de atención a ese aprendiz de nazi y cesara con sus locas divagaciones. Con la llegada de las cinco de la tarde, también llegó el ansiado final del curso. Ni siquiera consideró quedarse para el cóctel de despedida y la entrega de los certificados. Se dirigió sin demora a reunirse con sus compañeros del taller literario y luego a su casa para proseguir con su intensa lectura. Debía darle ya la forma final a su tesis porque el día de su entrega se le venía encima.
Al día siguiente, temprano en la oficina, mientras se organizaba para comenzar con sus tareas, escuchó a varios empleados comentar un chimento fresco que bajaba desde la gerencia. Debido a las numerosas quejas de los participantes, el presentador del curso había sido despedido sumariamente. “¡Ahá..., abuso de poder!” No pudo dejar de pensar Eugenio para sí con una media sonrisa.