Uploaded with
ImageShack.us SUCESOS INSÓLITOS
En nuestra vida ocurren sucesos cíclicos de los que no se toma conciencia hasta pasado un largo período de repeticiones. Es entonces cuando se es consciente de que, cada cierto tiempo determinado, los acontecimientos trastocan la vida ocasionando cambios que, normalmente, nos empujan hacia unos caminos nunca antes previstos. En mi caso, estos cambios de ciclo, suceden cada diez años y siempre en el principio de la década, o sea, cuando el año termina en cero.
El que recuerdo, si no más trascendente, sí más espectacular, fue el del año… (no pondré fechas, lo dejo al buen criterio del lector) El año anterior al principio de aquella década, había sido nefasto para mi vida. Ocurrieron desgracias que dejaron mi ánimo maltrecho y sin ganas de continuar viviendo. El fallecimiento de mi madre, una ruptura sentimental sin posibilidad de reconciliación y, posteriormente, la quiebra de la empresa donde trabajaba que me dejó sin empleo, acumularon unos sentimientos de finalizar con todo lo referente a mi vida y a punto estuve de llevar a cabo un hecho del que no había posibilidad de retorno pero, el miedo a un desenlace desconocido, no me permitió realizarlo, sin embargo, sí decidí tomar un nuevo rumbo en mi vida y, para eso, necesitaba recapacitar en soledad durante un tiempo.
Como me sobraban horas del día, lo primero que hice fue buscar un lugar nuevo donde refugiarme. No podía permanecer en aquella casa en donde habían sucedido tantos sucesos imponderables y, mediante los anuncios en el periódico, encontré una habitación de alquiler en un pueblo de la provincia de Santander que, también dejaré sin nombrar.
Con una maleta no demasiado llena pues pensaba estar en el lugar un lapso de tiempo no excesivamente largo, esperé en la estación el tren que se detenía en aquel pueblo y a las doce del mediodía de un principio de primavera, golpeaba con una aldaba en una puerta de madera barnizada de una casuca pueblerina. Debo decir que no recuerdo quien abrió la puerta, sólo recuerdo mi entrada a un salón donde, al traspasar el umbral, me encontré con una escena sorprendente. Mi primer pensamiento me hizo retroceder a los libros antiguos de estudio donde, en los capítulos en los cuales se explicaba el valor de las familias, mostraban momentos hogareños en unos dibujos en blanco y negro muy atrayentes por la sensación de serenidad que transmitían. El espectáculo ofrecido a mi vista era exacto. Un hombre, tranquilamente fumaba una pipa sentado en un sillón mientras leía el periódico; una mujer con un pulcro delantal con peto que cubría unas largas sayas, se encontraba sentada en una silla baja, tricotando; una niña de rubios tirabuzones, jugaba con una muñeca bastante usada, sentada en el suelo y un gato atigrado, dormitaba hecho una rosca sobre una alfombra redonda de colores marrones y amarillos, trenzada a mano. Insólito.
No recuerdo la conversación, los acontecimientos se sucedían como en una película muda, sólo sé que alguien me acompañó, escaleras arriba, a una habitación iluminada donde una cama grande de inmaculada colcha, me ofrecía el descanso tan ansiado. Sentí el chasquido de la puerta al cerrarse, me descalcé, desabroché el botón de los vaqueros que me ajustaban más de lo deseado y me dejé caer en aquella blanda cama. Cuando me desperté, un hermoso atardecer podía verse a través de la ventana. Me desperecé y con un apetito incrementado por un olor a guiso reciente, bajé las escaleras. La habitación era exacta a la contemplada hacía unas horas en mi entrada a la casa; los mismos muebles, la misma alfombra…, pero las personas habían desaparecido y en su lugar, una mujer anciana acompañada de otra más joven que reconocí como su hija, aparte de por su parecido físico por el apelativo empleado cuando le pidió preparara la mesa, me sonreían ofreciéndome el paso a una cocina-comedor enorme, de esas que sólo se encuentran en las casas antiguas de los pueblos.
Sacié mi apetito con una sopa y un buen pedazo de tortilla casi en soledad. Únicamente, la mujer más joven, me preguntó de dónde procedía y mis gustos sobre el pueblo que no pude responder por falta de conocimiento. Me limité a informarle mi decisión para dedicar un tiempo a estudiar los lugares durante la mañana siguiente. Ella, me aconsejó la visita a cierta ermita y a un embalse en donde era posible bañarse y al mismo tiempo descansar en una arena semejante a la de la playa.
Volví a subir a mi habitación una vez finalizada la cena y me dormí profundamente hasta la mañana siguiente en que, el canto de un gallo me despertó. La casa estaba silenciosa, desde la ventana, pude ver unas cuantas gallinas picoteando en la entrada y después de enfundarme los pantalones vaqueros, bajé a la cocina para desayunar. La mujer anciana me sonrió aunque no respondió a mi saludo lo cual me hizo pensar si sería sorda. Sin mediar palabra, puso sobre la mesa una tostada de pan, mantequilla, mermelada y un vaso grande de leche. Lo tomé todo con buen apetito y una vez desayunada, subí a por una chaqueta de lana para abrigarme mientras paseaba por el pueblo. Las altas montañas lo rodeaban como marciales guardianes y el cielo se veía de un hermoso azul con alguna pequeña nube blanca que danzaba mecida por el viento. Después de dar un corto paseo, fui consciente de la soledad que me rodeaba. ¡El pueblo estaba deshabitado!
Casi se puede decir que eché una carrera para regresar a la casa. El miedo hacía temblequear mis piernas, todo resultaba incoherente. ¿A dónde había ido a parar? Cuando llegué, subí a mi habitación, hice la maleta y bajé lo más deprisa posible para dirigirme a la estación. No encontré a nadie ni en la casa, ni en el camino, sólo oí el pitido del tren que me tranquilizó, por fin podía alejarme de aquel extraño lugar.
Cuando el tren se detuvo, la perplejidad me dejó petrificada. La máquina era de carbón y un penacho de humo se elevaba hacia el cielo desde una chimenea decimonónica. Al querer dar un paso, algo en mis piernas puso un impedimento y comprobé que vestía una falda estrecha y larga hasta los tobillos en lugar de mis vaqueros, aparte de llevar una especie de chaquetón ajustado, largo hasta por debajo de las rodillas y un sombrero de ala ancha cubría mi cabeza.
No puedo explicar nada más sobre aquel momento incongruente porque no lo recuerdo. No sé si fue real, si fue un sueño o si hice, milagrosamente, un viaje en el tiempo, pero puedo asegurar su veracidad.
El caso fue que, después de aquel extraño suceso, mi vida cambió totalmente. Pude vender mi casa a un buen precio, conocí a quien ahora es mi esposo y me llamaron para ocupar un trabajo de secretaria muy bien remunerado.
A lo largo de mi vida, he pensado mucho sobre lo sucedido y creo que “alguien” que está en esa otra orilla visitada sólo al finalizar nuestra estancia en este mundo, quiso indicarme como la vida no se acaba en éste, que todo continúa, que el milagro de vivir, se extiende en diferentes planos dimensionales, semejante a una manta nunca acabada de tejer.
A partir de entonces, volví a ser optimista y a creer en la eternidad. Ahora espero el principio de cada década con una gran expectación y los detalles de cada suceso son muy importantes porque pueden querer mostrarme algo desconocido, algo a lo cual no he prestado atención y es imperativo conocer. Desde aquel nuevo principio de ciclo, la vida tiene para mí un valor añadido; nada es inamovible, todo cambia pero todo existe eternamente. – MAGDA.