Uploaded with
ImageShack.usEste cuento no tiene nada real,
excepto la piedra de mármol de
Connemara de la que muestro
la foto. Los demás datos son pro-
ducto de la imaginación del autor.
REGALO DE CUMPLEAÑOS
Mi abuela llegó sin retraso desde el aeropuerto a la estación de autobuses en un autocar atestado de turistas. Venía desde Irlanda para celebrar con la familia una fecha muy especial, mi doce cumpleaños. Yo esperaba abrazarla con gran ilusión, cosa que sucedía con poca frecuencia por la distancia que nos separaba pero, aparte de ese deseo emotivo, me intrigaba el regalo esperado que, según me adelantó por teléfono era algo muy singular.
Mi familia, compuesta por mis padres y un hermano algo mayor que yo, era una familia hispano-irlandesa afincada en el Noroeste de España, allí donde el paisaje tiene una gran semejanza con el de la verde Irlanda y donde mi padre, que era el oriundo de aquel país, se sentía más feliz que en cualquier otro lugar de la península, tal vez, debido a esa similitud del paisaje con el que conseguía menos añoranza de su país natal.
Él, como buen irlandés, conocía cantidad de historias de brujas, hadas, monstruos y gnomos que, tanto a mi hermano Patricio como a mí, nos hacían disfrutar cuando las escuchábamos, sobre todo, en los días lluviosos del invierno gallego en que eran narradas reunidos alrededor de la chimenea, casi siempre pocos momentos antes de acostarnos.
Pero lo que más me entusiasmaba era el conocimiento de nuestra ascendencia druida que, según nos explicaba nuestro padre, se heredaba sólo por la parte femenina desde que surgió la primera sacerdotisa celta en la familia. Y en este detalle es donde residía lo especial de mi cumpleaños pues esto me afectaba a mí muy especialmente ya que era la única persona del género femenino de mi generación y por lo tanto debía heredar de mi abuela aquella ciencia. Y aunque pareciese un poco egoísta, este detalle incentivaba aquel intenso deseo por encontrarme con ella pues me había comunicado más de una vez, que al cumplir los doce años se me podía considerar con edad suficiente para comenzar a aprender todos los conocimientos mágicos de las druidesas o sacerdotisas celtas y desde el anuncio de su venida a España, un sexto sentido me aseguraba que aquel viaje y el especial regalo prometido, tenían alguna implicación con la historia familiar. En mi imaginación me veía coronada de oro, perlas preciosas y con un cetro de mágicos poderes que nada ni nadie podría neutralizar.
Conocía a mi abuela de diferentes ocasiones en las que había viajado a Irlanda. Era una mujer pequeña, dulce y sonriente muy difícil de llegar al enfado. Con el cabello de un blanco deslumbrante siempre recogido en un moño después de trenzarlo con una parsimonia contemplada por mi con fascinación en las ocasiones que se me presentaban. A simple vista podía parecer una mujer sencilla, de poco carácter, pero cuando se la conocía bien y se advertía la mirada profunda de aquellos pequeños ojos azules, se apreciaba su firmeza y la sabiduría que le sobraba para poner a las personas y las circunstancias en su sitio correspondiente. Ante ella nadie se atrevía a traspasar los límites señalados. Poseía una maravillosa capacidad para hacer comprender a los demás hasta donde les estaba permitido llegar.
Vivíamos en las afueras del pueblo en una casa de dos pisos, rodeada de un pequeño jardín que mi madre cuidaba con esmero. En la primera planta se encontraba el salón, la cocina con una puerta por donde se salía a la parte posterior del jardín, y lo que llamábamos el cuarto de la plancha. Una pequeña habitación donde, además de realizarse esta tarea, se guardaba la ropa en estanterías fabricadas por mi padre, a las cuales mi madre había añadido unas cortinas correderas que las protegían. En el segundo piso, se hallaban las habitaciones, tres, la más grande era la ocupada por mis padres y las otras dos, una para mi hermano Patricio y la otra para mí. En aquel piso también se encontraban un cuarto de baño bastante grande y un aseo con ducha de dimensiones más pequeñas.
A mi abuela la acomodamos en mi habitación, en una cama plegable junto a la mía y conseguí arreglar todos los cajones de los armarios para que ella ocupara la mitad con sus pertenencias que, por cierto, me gustaba mucho curiosear pues, aparte de su ropa y objetos personales, llevaba siempre consigo unos utensilios de uso desconocido para mí y algunos libros de gran antigüedad que consultaba con frecuencia.
La primera noche, sin poder controlar mi impaciencia infantil, quise indagar sobre si aquel regalo misterioso estaba incluido en mi herencia druida que tanto esperaba.
-Lo sabrás el mismo día de tu cumpleaños- respondió muy seria a mi pregunta añadiendo con sus palabras más misterio a la situación.
Aquella noche, acompañada de sus suaves ronquidos, soñé con meigas, hechiceras celtas y varitas mágicas que me ayudaban a convertir en asquerosos sapos a mis compañeros de colegio más detestados y en apuestos príncipes perdidamente enamorados de mí a los muchachos más atractivos.
Mediaba el mes de Junio. Con los exámenes finalizaba el curso escolar; el tiempo tibio y soleado nos prometía poder disfrutar de unas bonitas vacaciones y sólo faltaban tres días para celebrar mi cumpleaños. Comenzamos la semana con unas excursiones montados en bicicleta por los alrededores del pueblo. La vitalidad y el aspecto juvenil de mi abuela eran envidiables a pesar de estar rondando los ochenta años; por más que pedaleábamos no denotaba cansancio hasta el punto que, fuimos Patricio y yo los primeros en pedir un descanso cuando iniciamos la ascensión por el camino que rodeaba la montaña en cuya cima se encontraba la Ermita de San Andrés. Nos paramos en una explanada en donde se encontraban unos cuantos rústicos bancos y mesas fabricadas con troncos de árboles para poder sentarse a merendar mientras se disfrutaba del hermoso paisaje. La explanada, rodeada de un pequeño muro para evitar accidentes, estaba desprotegida por un pequeño derrumbe del muro en uno de sus lados y asomarse en aquel lugar, además de provocar vértigo, constituía un grave peligro por el declive que caía en vertical hasta la carretera.
Una vez devorados nuestros bocadillos y refrescados con el agua de un manantial que fluía entre chopos, continuamos nuestra ascensión y ya en la cima, descansamos un largo rato en el que conversé con mi hermano sobre mil cosas imaginadas y reales mientras nuestra abuela nos pidió unos instantes de descanso en el interior de la ermita
El lugar, además de muy pintoresco por su ubicación, mostraba una panorámica del océano atlántico realmente maravillosa, aumentaba su atractivo con la pequeña iglesia de finales del siglo XII considerada de interés turístico, y ésta era una de las causas por la que, el lugar, estuviera siempre abarrotado de turistas tanto nativos como foráneos.
Después de reponer fuerzas y disfrutar con la belleza de los impresionantes paisajes, antes de emprender el camino de regreso, nos encontramos con algunos de los compañeros de viaje de mi abuela a los que nos presentó como su nieto y su nieta, una distinción de género muy marcada que me resultó sorprendente en ella, pues acostumbraba a medir a las personas de una forma muy igualitaria. Esto me hizo recapacitar y comprender que mi naturaleza femenina, era muy importante para ella en aquellos momentos. Aunque fue un saludo rápido, al estrechar la mano de uno de los hombres, sentí un fuerte rechazo hacia su persona sin saber por qué. Alto, grueso, bastante barrigón, de cara redonda muy colorada en la que destacaban unos ojos excesivamente claros y desvaídos de mirada inquisitiva, se fijó en mí con una insistente curiosidad que me turbó. Este pormenor hubiera llegado a olvidarlo si, unos días después, no hubiera ocurrido algo que me pareció muy especial.
Atravesaba el pequeño parque ubicado frente a nuestra casa cuando volví a ver la figura de aquel desagradable hombre, que observaba el entorno de nuestra vivienda con mucha atención, como si la estudiara por sus cuatro costados. Sin embargo, lo más inquietante fue como, al verme, ocultó rápidamente un papel que consultaba mientras realizaba la observación. Al pasar por su lado me saludó con sonrisa fingida y su mirada aborrecible me hizo sentir, otra vez, aquella incómoda sensación de rechazo. ¡Ojalá pudiera convertirlo en sapo¡ -pensé- y deseé con fuerza aquellos poderes que todavía no me habían sido entregados. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea. A falta de poderes lo que sí podía usar era la astucia. Debía descubrir por qué aquel hombre estudiaba mi casa con tanto interés.
Como conocía los vericuetos del pueblo, disimuladamente le seguí a distancia. Vi como tomaba el camino de la playa y, evitando se percatara de mi presencia, me encaminé por un atajo para llegar con el tiempo suficiente de poder esconderme entre unos pinos que se encontraban a unos cuantos metros de la costa.
No tardó más de cinco minutos en llegar, dejó la bolsa de mano sobre la arena y se desnudó quedándose en bañador. Hizo unos cuantos ejercicios con los brazos, supuse que para entrar en calor, y que, por cierto, a mí me causaron risa, y se metió en el agua. Puesto que la playa se encontraba solitaria, me acerqué con rapidez hasta donde tenía su ropa y busqué en los bolsillos el papel guardado. En cuanto lo tuve en mi poder huí tan deprisa como mis piernas me lo permitieron y cuando ya me encontraba lo suficientemente alejada me paré, desdoblé la hoja y confusa sólo vi un bosquejo de nuestra casa y al lado un dibujo oval con unos números de lo que parecían ser unas medidas: 5 x 3,5 y un nombre desconocido para mí: Piedra de Connemara. Unida a esta hoja había otra con lo que parecía un poema escrito en gaélico, indescifrable a mis conocimientos de aquel idioma. Ya en casa, escondí las dos hojas de papel en el interior de un libro en una de las estanterías de mi habitación. Pensé explicarle a mi abuela la extraña actitud de su compatriota pero no estaba segura de querer hacerlo, antes deseaba saber el significado del dibujo y del poema, por lo tanto, me propuse estudiarlo. Tenía la seguridad de que aquel hombre tramaba algo y no quería preocupar a mi abuela sin tener datos suficientes.
Contaba los minutos que faltaban para el tan ansiado día de mi cumpleaños cuando ocurrió algo terrible que habría podido acabar en tragedia si no hubiera sido por la suerte.
Era la víspera de mi aniversario. Volvía a casa en compañía de mi abuela y mi madre después de haber hecho algunas compras para celebrar el festejo cuando en el momento de abrir la puerta, nos sorprendió ver la figura de un hombre que escapaba por la parte trasera de la cocina. Las tres al mismo tiempo sentimos la misma sensación de peligro y la primera en reaccionar fue mi madre que entró en el salón a toda prisa. Mi abuela permaneció inmóvil en el pasillo con esa expresión tan suya entre tranquila y firme y yo, aunque indecisa en un primer momento, pude reconocer casi inmediatamente al hombre que huía. Era el irlandés gordo a quien le había sustraído el papel con el dibujo de nuestra casa y el de un objeto desconocido junto al bosquejo. Encajaba estas percepciones cuando el grito de mi madre me llevó en un salto hasta el salón donde ella se encontraba. Arrodillada mientras sujetaba la cabeza de mi hermano que sangraba en abundancia, me pedía una toalla para restañar la herida. En el momento en el que ella elevaba la cabeza herida de Patricio para apoyarla sobre su regazo, él abrió los ojos murmurando unas palabras ininteligibles. Lo tumbamos en el sofá y después de hacerle una primera cura, mi madre llamó por teléfono al médico y a mi padre para darles cuenta de lo ocurrido.
Llegaron ambos al mismo tiempo. Después de examinar a mi hermano el Doctor nos tranquilizó, la herida no era tan grave como en un principio parecía y a la espera de que llegara la policía a la que mi padre había llamado, Patricio nos explicó cuanto recordaba del suceso, que no era mucho.
-Sólo recuerdo que al entrar en casa, una sombra que no pude identificar me golpeó en la cabeza. No sé más hasta ahora.
A partir de ahí comenzaron las averiguaciones y entonces fue cuando la voz de mi abuela nos hizo recordar su presencia.
-Han venido a robar- dijo tan impasible como si nos comunicara que estaba empezando a llover.
Todos la miramos sorprendidos. Las cosas estaban en orden, no había nada revuelto. Ella comprendió como nosotros podíamos creer que su edad le restaba claridad a su mente y volvió a decir, esta vez con su habitual aplomo.
-Han buscado en nuestra habitación y han conseguido llevarse lo que querían.
En tropel subimos a mi dormitorio y allí vimos el desaguisado. La ropa se hallaba tirada por el suelo fuera de los armarios, los cajones abiertos y su contenido esparcido por todas partes, los libros fuera de las estanterías y la cama completamente levantada como si tuviera que ventilarse. En aquel momento recordé la hoja con el dibujo sustraída al irlandés gordo y que había guardado, ingenuamente, entre las hojas de un libro. Lo busqué entre el revoltijo de cosas y, ansiosa miré en su interior con el temor de encontrarlo vacío pero me equivoqué. La hoja de papel con el dibujo continuaba en su escondite completamente intacta. Me fijé en la mirada de mi abuela a quien no se le escapaba ninguno de mis movimientos y al encontrarse nuestros ojos, sonriente, y sin darle excesiva importancia comentó:
-No, eso ya no era necesario. Se han llevado algo que te pertenecía, pero no te preocupes que, de alguna manera, volverá a tu poder.
-¿Algo mío?-¿Qué?- dije extrañada pensando cual podría ser el objeto robado.
-El regalo especial que debías recibir mañana cuando cumplieras los doce años.
Me quedé estupefacta. Quise indagar por el obsequio en cuestión pero mi abuela, ya no atendió a más preguntas. Comenzó a poner en orden la habitación y sólo pude ver en aquellos ojos pequeños y brillantes que me recordaban la cabeza de un alfiler de cristal, una total serenidad.
A la policía no se le dijo nada sobre el robo según deseo de mi abuela y yo tampoco mencioné al hombre que había reconocido. La situación se quedó en un intento de robo por alguien descubierto antes de conseguirlo. Nos fuimos a dormir sin que nadie pidiera explicaciones, la abuela las daría a su debido tiempo, todos conocíamos su carácter.
Al quedarme a solas con ella en la habitación, en vista de lo sucedido, fue cuando le expliqué el suceso del hombre gordo irlandés y como le había quitado y escondido el papel con el dibujo y el poema. Ella me miró sonriente y simplemente dijo:
-Dame ese papel.
Se lo entregué. Lo tomó entre sus dedos índice y pulgar y lo puso en el interior de un pequeño bol de barro cocido que formaba parte de sus cachivaches. Encendió una cerilla larga de madera, prendió una varilla de incienso y antes de que el fósforo se apagara, puso la llama sobre un extremo del papel que ardió mientras ella murmuraba unas palabras en gaélico. Luego se asomó a la ventana y esparció las cenizas por el aire que desaparecieron como humo. Aquel corto ritual me dejó asombrada y me sentí casi como si ya fuera una druidesa cuando me dijo dulcemente mientras acariciaba mi rostro:
-Todas estas cosas las aprenderás poco a poco y las practicarás a lo largo de tu vida pero, recuerda que sólo las puedes emplear para hacer el bien, porque todo aquello que hagas, volverá a ti multiplicado por siete, tanto bueno como malo.
Fue otra noche más en la que soñé con meigas, fuego, pócimas, con mi abuela hechicera completamente pintada de negro y yo siendo su ayudante. Por la mañana, al despertarme, observé con asombro que ella ya no estaba en la cama. Miré por la ventana en el momento en el que salía por la puerta del jardín. No quería perderla de vista, aquel día era mi cumpleaños y no deseaba perderme ningún detalle de lo que pudiera suceder. Me vestí a toda prisa con unos pantalones cortos y una camiseta y en dos carreras la alcancé. Caminé a su lado en total silencio, apresuraba tanto su paso que aun siendo mucho más joven que ella, apenas si podía seguirla sin hacer carrerilla.
Nos dirigimos hacia el monte donde estaba la ermita. La temprana hora de la mañana mantenía las calles vacías y al llegar al pie del declive cortado en vertical desde la cima, lo vimos en el suelo. Tumbado boca abajo, el hombre gordo irlandés, permanecía inmóvil en actitud grotesca. Era evidente que se había despeñado desde lo más alto del monte. La mano derecha la tenía medio abierta y en ella vi brillar algo de un color gris verdoso. Mi abuela se acercó y, con rapidez, cogió el objeto. Se volvió hacia mí, me miró profundamente a los ojos y me lo entregó.
-Toma, este es mi regalo especial. Siento mucho dártelo en estas circunstancias pero ha sucedido así. Es una piedra mágica de mármol de Connemara, un mármol que sólo se encuentra en esa región de Irlanda. Te pertenece. Ten en cuenta que no hace milagros, sólo te dará paz, serenidad y tranquilidad en los momentos difíciles. Es tu primer amuleto. Y ya han intentado robártelo. No lo pierdas nunca. Esta piedra en particular, tiene muchos siglos de antigüedad, perteneció a la primera druidesa de nuestra familia y ha pasado de madres a hijas, generación tras generación. Se la considera la única de su tiempo, por eso es tan codiciada, sobre todo en Irlanda tiene un gran valor para los anticuarios. Este hombre es uno de ellos. Viene siguiéndome desde mi salida del país. Conoce perfectamente la historia de la piedra y no le ha importado poder llegar a matar para conseguirla.
Hizo un corto silencio, puso sobre mis hombros sus blancas manos en las que destacaban unas finas venas azules, acercó su cara a la mía y mirando con gran intensidad al interior de mis pupilas, sentí como recibía una energía especial. Luego continuó.
- Debes conservarla hasta cuando sientas que tu vida se acaba, que lo sabrás. Entonces será el momento de entregárselo a tu descendiente femenina, tu primera hija y si no la tienes a tu primera nieta, como me sucede a mí ahora. Si tampoco existiera ninguna nieta, deberás investigar quien es la mujer más cercana a ti en descendencia y a ella se la entregarás. Si te la quitan no te preocupes demasiado por encontrarla, ella misma te avisará donde está y a la persona que la obtenga con malas artes sólo le traerá la desgracia y la muerte. Ahí tienes el ejemplo- dijo señalando el cadáver.
Y así terminó su disertación. Cogí la piedra un poco decepcionada. La verdad es que esperaba, por lo menos, algo que fuera de oro y no una simple piedra, pero al tenerla en mi mano, sentí algo especial, único. Al principio fue un fuerte calor en mis dedos, luego una inmensa paz y seguridad. En aquel momento se culminaban mis deseos, ya era una druidesa, y entonces le dije a mi abuela:
-El dibujo del objeto que estaba al lado del boceto de la casa se refería a esta piedra ¿verdad abuela? ¿Y la poesía que estaba escrita en gaélico, qué decía, abuela?
-La poesía, como tú la llamas, es un conjuro. El mismo que emplean aquí, en tu Galicia natal, cuando hacen las queimadas. Lo puedes usar en los momentos en que quieras purificar algo por medio del fuego. Debes aprenderlo también en gaélico como una buena druidesa. Ese idioma va a ser uno de tus primeros estudios, traigo unos cuantos libros que te dejaré, para que empieces a conocer las palabras.
Aquella advertencia me recordó el final de su estancia entre nosotros después de mi cumpleaños, por lo tanto aquel era el último día en su compañía.
El aniversario pasó alegre y extraño al mismo tiempo, un día de cumpleaños que jamás olvidaría. Estuvimos todos reunidos escuchando las antiguas historias de las hechiceras de la familia que mi abuela conocía a la perfección, hasta que llegó la noche. No se comentó cualquier otro suceso. Ninguna de las dos mencionamos la muerte del hombre irlandés; dejamos el trabajo a la policía que, seguramente sacaría la conclusión del despeñamiento accidental, como realmente fue. Patricio con sus cuatro puntos de sutura en la cabeza, presumía de su fortaleza y la hora de acostarse llegó sin darnos cuenta. Mi abuela me sorprendió con la petición de que le ayudara a preparar el equipaje y todas aquellas pertenencias suyas tan admiradas, me las entregó para que las conservara como recuerdo. Esos fueron los regalos más valiosos, los que siempre me han recordado aquel día único en el cual comenzó mi aprendizaje de sacerdotisa celta.
Por la mañana la acompañamos a coger el autocar para que empalmara con el vuelo que la trasladaba de vuelta a su país. Al despedirse me dio un largo beso en la frente, las dos supimos en aquel momento que ya no volveríamos a vernos en esta vida pero no sentí tristeza y creo que ella tampoco. Su misión estaba cumplida. Ahora me tocaba a mí jugar mi papel, ella me había pasado el testigo. Tenía un montón de libros para leer con una gran cantidad de instrucciones, eso requería tiempo. El resto estaba en mi interior heredado de mis ancestros druidas.
Han pasado algunos cuantos años y he comprendido que el mayor poder está en el conocimiento de mis propios sentimientos para saber emplear bien mis energías, esas facultades heredadas de mis antepasadas femeninas y que mi abuela me entregó como regalo de cumpleaños un día que ya comenzaba a ser lejano.
Y ahora, cuando, al celebrarse las fiestas del lugar vuelvo a este pueblo de mi infancia y se hace una queimada, siempre llaman a la pequeña meiga para que cante el conjuro. Yo me siento una completa hechicera al recordar a mi abuela druidesa cuando comienzo a decir:
” Mouchos, coruxas, sapos e bruxas...”
MAGDA