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ImageShack.us ESCRIBIR POR ESCRIBIR
Hoy ha amanecido un día lluvioso y, como en este “Madrid de mis pecados”, tanto con la lluvia como con su hermana la nieve, somos muy asustadizos en cuanto las vemos asomar el flequillo, he decidido quedarme tranquilita en casa frente al ordenador que, de un tiempo a esta parte, es el consuelo de mis pesares, y como presumo de ser una aficionada a la escritura, aquí estoy dispuesta, con la pluma en ristre, como se diría en otra época de mi vida, dispuesta a escribir algo. Todavía no se qué, pero escribiré porque el momento es idóneo, atractivo e inspirador. La hora tranquila de la mañana…, el cafetito caliente…, la comodidad de la casa con las ventanas cerradas…, la lluvia bailando tras los cristales…¿Qué más se puede pedir? Así que vamos a inventarnos algo. Luego, el resultado final, quedará para los comentarios de los lectores. Gustará o no gustará, lo encontrarán bien escrito…, o no, buena sintaxis, bonita narración, lenguaje adecuado y escogido que suena a música en los oídos… Así es como a mí me gustaría escribir, por lo tanto, vamos a intentarlo y que la inteligencia y el gusto del paciente lector, sea benévolo.
UN SENCILLO CUENTO AHORA QUE SE ACERCA LA NAVIDAD
“El gusto por la escritura era genético, lo llevaba en su ADN, era algo innato, propio, completamente suyo. No hubiera sido ella sin aquel deseo atrayente por emborronar página tras página aunque las palabras no formaran una historia coherente, el caso era escribir. Plasmar en un papel los pensamientos burbujeantes que alborotaban su mente. Y así, siempre se la veía en cualquier rincón con un cuaderno y un lápiz en la mano. Tenía la seguridad de vivir en este mundo para dar a conocer sus ideas y la única manera de hacerlo era mediante la escritura.
Se llamaba Esther, así, con hache intercalada, como a ella le gustaba escribirlo. Era una niña rubia, de pelo lacio, no demasiado agraciada pero con una dulzura en la expresión traducida en una ligera mirada soñadora y sonrisa tímida, aunque esto sucedía muy pocas veces, porque, Esther, era una niña seria. Reía poco, sin embargo, cuando lo hacía, era con ganas; el suceso debía de ser en realidad gracioso y esto sucedía en raras ocasiones, aparte de que, además, le gustaba profundizar en todos los acontecimientos, situaciones y circunstancias que le obligaban a pensar.
No sabía por qué, pero siempre llevaba un vestido negro que tapaba sus rodillas cubiertas por unas medias también negras y unos botines abrochados en el tobillo, muy dificultosos para ajustar. Como todavía no había llegado a la pubertad, necesitaba ayuda para su aseo diario y la única doncella de la casa, era la encargada de peinar su cabello sedoso recogido en la nuca con un lazo también negro. Su piel era muy blanca, de un ligero tinte rosado en las mejillas y los ojos necesitaban mención aparte. Grandes pero no exagerados, de pestañas largas que, por el hecho de ser rubias como su cabello, destacaban poco y sólo ensombrecían su mirada en unos determinados momentos según la luz incidía en ellos. El color, impreciso pero claro, ojos de gato, -decían algunos-, pero sin su frialdad ni su indiferencia. De tan soñadores, causaban dolor en el ánimo de quien los contemplaba y toda su figura despertaba una admiración extraña sin poder definir con precisión, cual de todos aquellos atributos era el causante de la fascinación. Sin conocer el motivo, Esther se consideraba una niña misteriosa que, algún día, descubriría esa faceta de su personalidad para, así, comprender la razón de la exactitud del momento en su paso por la vida.
Esther había cumplido sus nueve años en aquel 1909, por lo tanto había nacido con el siglo y éste era un detalle siempre muy comentado cuando se hablaba de su nacimiento, cosa que, a ella, la confundía un poco, pues no daba tanta importancia a la fecha como lo hacían los demás. Pero este sentimiento tenía, además, un motivo personal e íntimo porque, Esther, se sentía unida al mundo desde siempre, como si su existencia fuera eterna.
Era un 24 de diciembre, faltaban sólo unos días para finalizar el año. En Madrid, como en otra cualquier capital del mundo cristiano, se celebraba el acontecimiento del nacimiento de Jesús y la gente intentaba alegrar su ánimo con villancicos y panderetas. La madre de Esther, se colocó el sombrero y el abrigo, agarró a su hija de la mano ya preparada para el paseo, y salieron de la casa para instalarse en el coche de caballos enviado por la abuela que esperaba frente a la puerta de entrada.
-Habla sólo cuando debas hacerlo- decía la madre mientras colocaba bien el vestido de su hija sobre las rodillas enfundadas en el hilo negro de las medias, -responde cuando te pregunten y saluda con reverencia siempre que te presenten a personas mayores.
Esther no respondió. Sabía como comportarse en aquella sociedad sin necesitar aprendizaje, como si ya hubiera nacido con suficiente sabiduría. A través de las ventanillas del coche, se entretenía en observar cuanto sucedía en la calle, -siempre las mismas escenas-, pensó. Comenzaba a nevar y la gente se abrigaba según sus posibilidades. Las mujeres envueltas en sus toquillas de lana, sujetaban con una mano los bordes del mantón para arroparse bien y, con la otra, la cesta de la compra en donde llevaban las viandas necesarias para las comidas navideñas. Los hombres trajeados, con la mano en el sombrero para evitar fuera arrebatado por el viento, abrochaban sus gabanes hasta el último botón y los golfillos, escondían las suyas en los bolsillos de unos pantalones bien excesivamente grandes, bien excesivamente pequeños, mientras silbaban con la pretensión de ahuyentar el frío invernal.
Al bajarse del coche frente a la casa de su abuela, la niña refugió sus manos en el manguito de piel, y esperaron les fuera abierta la verja que conducía a la entrada principal de la mansión.
A Esther le gustaba visitar a aquella abuela, madre de su difunto padre, de quien había heredado su extraño carácter, -decían-, porque, aparte de llevar también su mismo nombre, era una mujer diferente al resto de cuantas tenía a su alrededor. Alta, huesuda, con cierto rostro caballuno pero siempre sonriente, de conversación fácil y amena, le agradaba escuchar su voz bien modulada. Vestía también de negro, –nunca pudo comprender aquel gusto de las mujeres de la familia-, pero a ella no le sentaba mal y el gorrito ribeteado con un volante con el que acostumbraba a cubrir su cabeza cana, le daba un aire antiguo muy característico de una época pasada con la cual Esther se identificaba sin motivo definido.
La abuela, además de todas aquellas particularidades tan agradables para su nieta, tenía otra no menos atractiva: era una viuda muy rica. Vivía cómodamente en una gran casa propia, poseía otras haciendas circundadas de terrenos en la provincia de Santander donde la nieta, más de una vez, pudo disfrutar de estancias veraniegas, y era dueña de dos coches de caballos, mantenidos a resguardo de la intemperie, en un patio adoquinado situado en la parte trasera de la casa donde también se encontraban las cuadras para los cuatro animales de tiro. Esther, sin haber profundizado nunca en la causa, estaba segura de amar intensamente a su abuela.
Aquella tarde se sentaron a merendar en el salón, en una mesa redonda colocada junto al mirador desde donde se divisaba la calle y Esther disfrutó del calor de la chimenea encendida, muy diferente a la de su domicilio, siempre atascada, motivo por el cual, más de una vez, se habían visto obligadas a ventilar las habitaciones con ventanas abiertas de par en par para despejar el humo que las asfixiaba. Mientras se deleitaba con todos aquellos pequeños detalles, no perdía palabra de la conversación entre las dos mujeres, madre y abuela, y así pudo saber como, las fiestas de Navidad y del Año Nuevo, las pasarían como invitadas en aquella enorme vivienda en compañía de la abuela amada. Al escucharlo, Esther reprimió un salto de alegría, la noticia era el mejor regalo que podía esperar.
La alcoba donde la instalaron, con un balcón desde el cual se divisaba la calle principal, una cama con dosel y doble colchón, la esperaba para descansar cómodamente. En una cómoda antigua, de buen tamaño, guardó la ropa que trajo la doncella y un tocador adornado con un espejo, reflejó su figura aniñada de expresión tímida, soñadora y, en aquellos momentos, feliz.
Una vez acomodada, la abuela la reclamó como ayudante en la colocación de adornos navideños en el salón donde se iba a celebrar la cena de Nochebuena y, unos días después, la de Nochevieja para entrar en el nuevo año. La mesa, extendida para acoger a todos los invitados, pronto estaría vestida con el mantel blanco bordado a mano, exclusivo para esta ocasión y las cajas de cartón, ahora esparcidas por el suelo, encerraban en su interior las figuras del Nacimiento de Jesús en espera de ser colocadas sobre una mesa auxiliar puesta expresamente para ese menester, en un rincón cerca de la chimenea.
-Esther, abre las cajas y ve sacando las figuras y los adornos- dijo la abuela –hay que prepararlo todo para cuando lleguen esta tarde los invitados. Mira- le volvió a decir al mostrarle una corona de acebo, muérdago, y pequeñas ramas de pino, –aquí añadiremos unas cintas rojas y los números que indiquen el nuevo año en el que vamos a entrar. Luego, lo colocaremos en el centro del marco del espejo grande que está en la pared, frente a la mesa. Así todos lo podrán ver-, y después de una pequeña pausa, dijo con suave risa: -¡No debemos olvidar que comenzamos una nueva década!- Luego, prestando otra vez atención a su nieta, dijo: -¿Qué te parece, Esther?
-Me parece precioso, abuela. ¿Pero dónde están los números?-preguntó Esther mientras rebuscaba en el interior de las cajas.
-Tú eres la encargada de dibujarlos- respondió la anciana –por ahí encontrarás cartulina de colores lo dejo a tu gusto. ¿Sabrás hacerlo?- le dijo al tiempo de ofrecer una caricia a su rostro.
-Por supuesto, abuela. Dibujaré los números más bonitos que hayas visto nunca. Ya verás.
A Esther no tuvieron que recordárselo dos veces. De inmediato puso manos a la obra. Buscó papeles y lápices de colores para advertir a todos mediante los números recortados como el próximo año entraban en la nueva década de 1910.
Se encendieron todas las lámparas para iluminar completamente el salón. El olor a sopa de almendras y a cordero asado pronto inundó la estancia; los turrones, mazapanes y polvorones preparados junta a la mesa ya engalanada con la vajilla de porcelana fina y la cristalería usada únicamente en estas fechas, daban un ambiente extraordinario que se contagiaba a los habitantes. Pronto comenzaron a llegar los familiares y amigos, tíos y primos de Esther, algunos de su edad con los cuales comenzó a distraerse en conversaciones y juegos hasta la llamada de atención para sentarse a la mesa.
Comenzó la cena entre risas y algarabía moderada y cuando llegaron a los postres, con los turrones en las bandejas, en uno de los brindis, alguien, extrañado, comentó jocoso:
-¡Caramba! Creo que ninguno de nosotros vamos a celebrar el próximo año porque según los números del adorno entramos en el 2010.
Esther sorprendida por el error cometido con los números, se tapó la boca con la mano a la espera de una regañina pero la abuela clavó su mirada profunda en los ojos de la niña al mismo tiempo que decía:
-Yo sí pienso celebrarlo y además, dentro de cien años, seguiré siendo la abuela de Esther, de eso estoy segura ¿verdad que sí?- chocó suavemente su copa con la de su nieta rebosante de limonada y sonrió divertida. En sus ojos apareció una extraña luz que intensificó en su cara la apariencia de haber llegado hasta aquel mundo desde otra época diferente.
Cuando los niños obtuvieron el permiso para abandonar la mesa, el primer objetivo de Esther fue dibujar en una cartulina los números correctos del año y para dar más relieve a la modificación, rellenó el contorno del dibujo del 1 y el 9 en color negro y el 1 y el 0, en un llamativo color rojo. Volvió a colocar el adorno sobre el espejo en el que ahora se leía con claridad 1910 y entre el aplauso de todos los asistentes, sonrió tranquilizada.
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En su corazón sintió la eternidad del paso de los años, la existencia continua que nunca finalizaba. Dejó de escribir y miró la pantalla del televisor. Las calles de Madrid repletas de adornos navideños se vislumbraban a través de las ventanas desde donde se podían contemplar a los apresurados y alegres viandantes con dirección hacia la Puerta del Sol para oír el repiqueteo de las doce campanadas que un año más, anunciaba el paso del tiempo, un tiempo que, sin embargo, siempre parecía el mismo. En lo más alto del edificio de la Casa de Correos, con adornados números, destacaba el del nuevo año 2010.
-¡Vamos Esther, ven a por las uvas que van a dar las doce campanadas por la tele!
-Ya voy abuela, un momento, que ya he terminado de escribir el cuento de Navidad- puso la palabra “FIN” después de las últimas letras, cerró el cuaderno y guardó el lápiz en el estuche.
La abuela abrazó a su nieta y desenvolvió las uvas preparadas para festejar el nuevo año. Era el primero de abuela y nieta en soledad, el accidente de coche ocurrido hacía exactamente un mes, se había llevado al mismo tiempo a los padres y al único pequeño hermano de Esther. A la huérfana sólo le quedaba ella, su abuela, y aquel día, tan señalado, no iba a permitir la entrada de la tristeza en la casa.
Al comenzar a comer las doce uvas, Esther se paralizó perpleja. En la corona de acebo, muérdago y ramas de pino adornada con cintas rojas colocada sobre el aparador, destacaban los números del año pintados en dos colores diferentes, el 2 y el 0 rellenos en color negro, el 1 y el 0 en un rojo brillante… Ella había visto en algún otro lugar, hacía ya mucho tiempo, un dibujo muy parecido, pero… ¿dónde? No podía recordarlo…”
FIN