Marceline Desbordes-Valmore (Douai, 20 de junio de 1786 - 23 de julio de 1859) fue poetisa francesa.
Durante la Revolución Francesa, se mudó con sus padres al archipiélago de Guadalupe.
En 1817, se casó con su segundo marido, el actor Prosper Lanchantin-Valmore.
En 1819, publicó su primer poema, titulado Élégies et Romances, además hizo varias apariciones como actriz y cantante en el Teatro Nacional de la Opéra-Comique y en el teatro La Monnaie.
Su poesía es conocida por ser oscura y depresiva. Es la única mujer incluída en una de las secciones de Los poetas malditos de Paul Verlaine.
Marcelina Desbordes fue de aquellas a quienes los hombres perdonaron su gloria: porque la encontraban muy femenina en toda su inspiración, y, según la frase de Sainte Beuve, «se contentó con esa gloria discreta, templada, de misterio, la más hermosa para una mujer que poetiza». A pesar de la autoridad de Sainte Beuve, yo no puedo menos de pensar que no hay glorias especiales para cada sexo. Y, con lo más íntimo, con lo más lírico del sentir, cuando la mujer ha recibido el don y la consagración del genio, no es a una gloria discreta y templada, de misterio, sino a la vibrante gloria de Safo, a lo que aspira.
Arruinada por desgracias de familia, Marcelina Desbordes abrazó la carrera del teatro, para la cual tenía disposiciones y una hermosa voz. Casada ya con el actor Valmore, publicó, en 1818, su primer volumen, Elegías y romanzas, que justifican lo que ella dice de sí propia: «¡No he sabido sino amar y sufrir: mi lira es mi alma!».
Para definir en qué consistió el atractivo de esa poesía tan esencialmente femenil, nada mejor que recoger lo que de ella dijo Sainte Beuve. Este crítico eminentísimo y capaz de todos los aciertos, así como de algunas injusticias notorias, fue siempre muy favorable a los secundarios, y lejos de pensar, como han pensado y practicado grandes críticos que le sucedieron, que es preciso desescombrar la historia literaria, excesivamente rellena de nombres y obras, entendió que, en gran parte, esa historia la constituyen, en su tejido interior y vital, las producciones y, sobre todo, las personalidades de esos secundarios, todas significativas y dignas de interés. En la labor crítica de Sainte Beuve, los secundarios ocupan un lugar casi mayor que las grandes figuras. Dado este criterio del autor de los Lunes, no es de extrañar que desplegase con Marcelina Desbordes la mayor simpatía, y que le otorgase el elogio a manos llenas. Dice de la poetisa que es «un poeta tan tierno, tan instintivo, tan elegíaco, tan pronto y dispuesto a lágrimas y transportes, tan extraño al arte y a las escuelas, que, contemplándole, no hay medio de no considerar la poesía como cosa, sino como objeto alguno, como solamente un medio de llorar, de quejarse y de sufrir». Alabanza espléndida, la más grande tal vez que a un poeta cupiese tributar, y de la cual casi estoy tentada a decir que no conoció Sainte Beuve todo el alcance. Porque ese don de la espontaneidad, de la poesía como involuntaria, como efusión natural de un alma lírica, sería lo más alto que recibiese del cielo un vate, y le colocaría sin duda al frente de los más insignes de su tiempo, y de todos los tiempos. Pero, en Sainte Beuve, en medio de su sistema especial de comprender la historia literaria, vela el espíritu crítico, le inspira una duda: ¿se acordará el porvenir de madama Desbordes? Y añade: «No todo lo que ha escrito sobrenadará». De suerte que la incluye entre los poetas menores, y espera que, en una antología de estos poetas de segundo orden, se incluyan algunos idilios, romanzas y elegías de la divina Marcelina. Y hasta aquí bien podemos llegar, pero sin ir más allá, y reconociendo que su corazón dictaba su poesía.
Renunciamiento.
Perdonadme, Señor, mi semblante afligido;
bajo la feliz frente colocasteis las lágrimas:
de tus dones, Señor, es el que no he perdido.
Don menos codiciado, quizá sea el mejor.
Yo ya no he de morir en vínculos de encanto;
os los devuelvo todos, ¡ay, adorado Autor
para mí sólo tengo la sal que deja el llanto!
A los niños las flores, a la mujer la sal;
para que limpiéis mi vida he de entregaros,
cuando esta sal, Señor, lave mi alma, lustral,
volvedme el corazón, para siempre adoraros.
Toda extrañeza mía del mundo de ha extinguido
y se despidió el alma dispuesta a volar
para alcanzar el fruto, al misterio cogido,
que la púdica Muerte sólo ha de cosechar.
Señor, con otras madres sé tierno mientras tanto,
por la tuya y por lástima de esta pena que ves...
Bautízales los hijos con nuestro amargo llanto
y levanta a los míos caídos a tus pies.