ACUARELAS COONIALES
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por Alejandra Correas Vazquez
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Las FLORES de MANILA
ACUARELA OCHO
Los negocios en cueros secos de nuestro padre terminaban su derrotero en el Mercado de Charcas. Y los de nuestro tío Silvano —el hermano de mi madre— comenzaban en Charcas y terminaban en Arica, adonde él hallábase radicado desde su matrimonio. Arica era el puerto altoperuano del océano Pacífico. Y así Silvano, de este modo, controlaba desde allí el embarque proveniente de nuestra serranía cordobesa, que iría por mar hacia China y Filipinas.
Es verdad que el embarque contenía sólo una parte del cargamento transportado por mi padre y Gervasio. Pues el resto se transformaba de regreso en el Mercado de Charcas en vajilla de plata potosina, en hilados paraguayos bordados al ñandutí provenientes de la ciudad jesuítica de Trinidad, y en tejidos cuzqueños. El mobiliario recabado en durísimas maderas de la selva guaranítica, había llegado a nuestra casa, también en la comitiva de carretas desde el Alto Perú.
Pero Arica nos ofrecía el don exótico de la seda filipina empurpurada, marfil, negra o rojo vivo. Además con un ornato de flores sugestivas desconocidas para nosotros, y deslumbrantes en la tersura de su tacto.
Cuando la primavera cordobesa arreciaba en sus tormentas de tierra, y el sol expandíase ardiendo sobre los rostros, todo parecía afeado y triste. El escenario veíase amarillo y quemado, sin hojas, por el reciente invierno escarchal. Y sólo el heroico aromo atrevíase a desafiar la tempestad terrosa. .La tierra azotaba desde agosto torciendo inútilmente los aromos indoblegables, llenos de capullos amarillos con sus cuentas de oro, embelleciendo el panorama ahora desértico. Y se prolongaba con la primavera entrante hasta las primeras lluvias, violentas o escasas, según el capricho anual de la naturaleza. El aromo saludaba al criollaje, arrogante y curtido, su gaucho amigo, igual que a su gemelo.
En la casa, el azote estaba detenido por gruesos ventanales de algarrobo y un espeso cortinado de ñandutí, que frenaban su paso. El viento hululante traía gemidos olvidados. Las pesadas puertas de lapacho manteníanse cerradas y los diálogos familiares se hacían más extensos.
Entonces eran aquéllas, las “flores de Manila” que adornaban nuestros sillones en el interior de la casa, quienes nos anunciaban la dulce proximidad del verano que habría de cubrir con su tupida arboleda, el monte ahora ralo. Allí adentro nos adornaban las flores filipinas esparcidas por el tapizado de la sala, que había desechado ya su abrigado forro invernal, cuzqueño. O se extendían en los cubrecamas veraniegos que ahora arropaban nuestro lecho, una vez terminada la presión invernal. Era Manila que invadía así nuestros hombros en forma de mantilla, y nos llenaba también el decoro familiar con su fosforescencia bordada de jazmines y rosales orientales.
Pero era especialmente Micaela con sus brazos de ébano, quien ostentaba con mayor deleite los mangones abullonados y floridos de tono escarlata. Y esperaba con premura la fuga del frío para desplazarse por los campos desérticos, recién asoleados. Como un manojo en flor que dejaba estupefacto al criollaje, cuando exhibíase así vestida de jazmines, por los caminos aún desnudos y ventosos, yermos y pelados, del arroyo primaveral.
Era como una ráfaga de luz y de brillo, en medio de un escenario desolado. Y la veíamos llegar desde lejos —siendo niños— escondiendo rápido nuestros juegos (o destrozos), para evitar ser reprendidos por ella, como al gato con cascabel que no desea ocultarse.
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