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 Historia de un Detective (13)

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Jaime Olate
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Historia de un Detective (13) Empty
MensajeTema: Historia de un Detective (13)   Historia de un Detective (13) Icon_minitimeMar Nov 22, 2016 10:13 pm

El Cuartel, Un Edificio Casi Destruido por los Terremotos.

Puede sonar feo lo que escribiré a continuación, pero trato de ceñirme a la estricta verdad.
Ya relaté que para ingresar a la Escuela de Investigaciones no fui a inscribirme a la Comisaría de Coronel. La razón fue simple: no sabía que había una Comisaría en mi ciudad, pues el edificio era tan antiguo y ruinoso que pasaba por su lado y nunca se me ocurrió que era un cuartel policial; por lo tanto, me inscribí en la Prefectura de Concepción.
Cuando debí presentarme a esa unidad, tuve que preguntar la dirección y quedé sorprendido cuando me indicaron que estaba ubicada en la esquina próxima a mi casa, unas tres cuadras. Claro, cuando miré la ruinosa edificación, que por milagro no se cayó entera con los terremotos del 21 y 22 de mayo de 1960, lo único que me indicó su propósito de luchar contra la delincuencia era su brillante placa de bronce junto a su puerta principal.

Al ver que se trataba de mi destino, quise pegarme una palmada en mi entonces poblada cabellera. Simple, el día 22 de mayo ya indicado, es decir casi tres años antes, cerca de las 3 p.m. yo iba pasando frente a esa enorme casona de dos pisos, la tierra temblaba continuamente desde las 6 de la madrugada del día sábado 21 y la calle se veía subir y bajar en ondulaciones parecidas a una serpiente gigantesca; casi fui aplastado por el segundo piso que se estaba cayendo y debí alejarme para sobrevivir. Ni loco me detuve para mirar qué diablos decía la brillante placa.

Quiero destacar esos dos horribles sismos que casi acabaron con mi existencia, porque hoy, a la distancia en el tiempo, lo veo como una señal. Quién iba decir que allí, en ese vetusto edificio que cobijaba a los Detectives y el Juzgado del Crimen en la puerta siguiente, casi dentro del patio de la nueva cárcel con su enorme muro de seis metros de altura que rodeaba el perímetro de ese recinto carcelario, iba a ser mi segunda casa durante cinco años de mi vida.

El día sábado 21 de mayo de 1960 (conmemoración del Combate Naval de Iquique que todos los años los chilenos celebramos en memoria del gran Capitán de Corbeta don Arturo Prat que prefirió morir en combate ante la superioridad del enemigo en una débil corbeta de madera, antes que rendirse) nos aprestábamos a acudir los estudiantes al muelle de embarcaciones pequeñas, al mediodía a la ceremonia anual. En la tarde estábamos concertados con mis amigos a tener una fiesta que en ese entonces llamábamos Malón, en la casa de una compañera de clases del Liceo; la fiesta empezaba temprano, alrededor de las seis de la tarde para terminar antes de la medianoche y las bebidas apenas contenían alcohol. Todo era supervigilado por los padres del que ofrecía su casa y nosotros llevábamos tortas, emparedados y bebidas gaseosas; en el fondo el muchacho o la chica ofrecía sólo su casa para la sana diversión con música y bailes de la época.

Se acabaron todas las fiestas con el primer terremoto, grado 8 Richter, con epicentro en Concepción, que nos despertó cerca de las 6 horas de ése funesto sábado. No paró de temblar ese día y otros que calculo durante aproximadamente   un mes (no exagero). Al día siguiente, domingo 22 de mayo, cuando pasaba frente a los edificios que circundaban la Cárcel Pública, ahí aumentaron los movimientos de tierra hasta casi hacerme perder el equilibrio: era el terremoto de Valdivia, unos quinientos kilómetros más al sur, los sismógrafos indicaron que llegó a los 9.5 grados Richter, el más fuerte registrado desde que se inventaron los aparatos para medir su intensidad. Alrededor de las 16 horas cundió el pánico por la noticia que venía un maremoto (tsunami). Después supimos que esas enormes olas destructivas llegaron a Japón, barrió poblados completos en la parte sur de nuestro país, pero fue suave en nuestras costas del Golfo de Arauco, pues fue detenido por la gran Isla Santa María que está antes de salir a mar abierto.
No dejó de temblar suave, suave y de pronto lo hacía fuertemente. Todos los habitantes de Coronel huimos hacia los cerros; unas familias hacían campamento con grandes fogatas que iluminaban el cielo nublado con un siniestro color rojo. Era una visión extraña ver esas llamaradas frente a la rada. Yo, como siempre, tenía amigos en todas partes, en todos los estratos sociales; en uno de los cerros, el Corcovado, estaban vendiendo casas de madera y una buena amiga que era la encargada de las ventas, cuando nos vio llegar al gran grupo familiar en el camión de mi cuñado Raúl Caffarena nos entregó la llave de una de ellas y allí permanecimos durante cinco días, pues las noticias y rumores que Chile se estaba hundiendo cundieron por algunos chistosos que propagaban tales infundios.
Así, en medio de temblores, a veces de grandes magnitudes, vivimos en esa casa como los gitanos, durmiendo en el suelo y haciendo fiestas con comidas y bebidas alcohólicas. Un “sismógrafo” fue transformado en tal, una botella de un litro de vino tinto que dejamos sobre una débil mesa prestada por vecinos del sector; observábamos el líquido que casi siempre se movía, pero al temblar muy fuerte cualquiera de nosotros la salvaba de destruirse al caer al piso de madera. Cuando notamos que los movimientos fueron distanciándose en el tiempo y eran más suaves, regresamos a nuestros hogares.

En mi memoria quedó como una pesadilla, nunca se borrará el temor que aprendí a dominar. Recuerdo como si fuera ayer ese día domingo 22 de mayo de 1960, el terremoto de Valdivia, cuando transitaba frente  a ese edificio y que debí hacerme a un lado para evitar ser aplastado por la caída del segundo piso del Cuartel y Juzgado en la esquina de la calle de mi casa que estaba a trescientos metros. Un ruido ensordecedor como galope de miles de caballos y los cables del alumbrado público que se estiraban y soltaban cuando la onda sísmica los inclinaba para uno u otro lado con un sonido fatídico que parecía que alguien jugaba estirando y soltando cuerdas de guitarra; esos sonidos apenas permitieron que oyera la gritería de los presos de la cárcel.

Con horror miré la calle casi recta en ese tramo y veía desaparecer postes de alumbrado público y edificios, para el momento siguiente verlos asomar como gigantes, pues ahora yo estaba en la parte baja de la ola telúrica. Es una imagen casi onírica que nunca podré olvidar.

No había gente en la calle, sólo este pobre mortal que quería continuar caminando como un borracho; supuse que los vecinos del sector habían huido hacia los patios interiores. En la esquina, frente al cuartel, estaba la casa del Director de la Escuela N° 1 de hombres, señor Carrasco, con su esposa que era la Directora de la Escuela N° 2 de mujeres y su bella hija de mi edad cuyo nombre no recuerdo. Los tres abrazados se tambaleaban parados fuera de su hogar, ellas con las manos tapándose la boca, horrorizadas por la furia de la naturaleza; no emitían grito alguno, me miraron en mi intento de seguir avanzando, pero me detuve hasta cuando el terremoto comenzó a declinar. Ya la calzada no se separaba de la vereda esos horribles treinta o cuarenta centímetros que me hacían temer ser tragado por la tierra. Vaya un recuerdo a los dos hijos de ese matrimonio de excelentes profesores, por su simpatía y que me saludaban como amigos con la sencillez de personas muy bien educadas.
En mi dificultoso trayecto hacia la plaza de armas vi a una familia, solamente mujeres en una calle angosta, que trataban de calmar a una pobre señora que gritaba histérica. Al llegar a la plaza vi a un joven parado en la esquina, bamboleándose para no perder el equilibrio, y con dificultad miraba su reloj: ”Por Dios, ya van doce minutos y esto no quiere parar”, fueron las palabras del sereno testigo del máximo terremoto registrado por sismógrafos en nuestro planeta.
Miré la plaza y vi una cantidad indeterminada de gentes sobre los jardines, también abrazadas y arrodilladas implorando piedad al Altísimo. La Iglesia católica estaba en el suelo, únicamente su alto campanario sujeto por fierros con que fue construido, mantenía la enorme campana que cada cierto tiempo daba un tañido a impulsos de los movimientos que, si bien es cierto eran más suaves, aún persistían. En uno de los negocios que llamamos Fuentes de Soda, sobre el techo un individuo se sujetaba de las tablas del techo; fue sorprendido por ese segundo sismo, reparando el techo destruido por el primero en la madrugada del día anterior. Loco en su ebriedad y miedo, el hombre gritaba “¡Viva Chile mierda!” y se empinaba la botella que lo acompañaba.
Tuve temor de mirar cerca de los enormes bloques de la destruida iglesia, pues podía encontrar cadáveres aplastados de indigentes que acostumbraban a dormir junto a ella. Continué mi camino y comprobé la gran cantidad de casas y edificios que se habían derrumbado, aún flotaba en el aire el polvo ocasionado por el desastre. Con gran pena miraba las casas de algunos amigos que salían llorando detrás de los agentes y personal médico que portaban en camilla a heridos y muertos. La casa de mi tío millonario había sufrido la caída del frontis, pero reparada posteriormente en muy buena forma

Todos estos recuerdos pasaron por mi mente como una película, cuando miré con desconfianza el antiguo edificio, un sobreviviente de esos dos terremotos que mostraba sus gruesas paredes con evidentes huellas de aquellos sismos ocurridos apenas tres años antes. Con un profundo suspiro entré con decisión a un lugar que cambió mi vida: dejé de ser el tímido muchacho y allí, en la fragua de la realidad de la vida, fui endureciéndome sin perder mis ideas cristianas.

Había que subir tres escalones de cemento para entrar a la mampara de vidrio y tocar con los nudillos, pues no había dinero ni para instalar una campanilla. Una vez adentro, quedé asombrado al ver un piso de madera, con tablas que tenía agujeros; miré muy desconfiado sus muros agrietados, pero … ese día de marzo de 1963 mi atención estaba interesada en mi presentación como nuevo Detective.
También supe que la Comisaría no contaba con patrulleras, ni un miserable vehículo para acarrear a los detenidos. Era el colmo, cuando se cortaba la energía eléctrica no teníamos linternas, sólo disponíamos de velas; que los pobres detenidos en los calabozos se aguantaran el terror a la oscuridad casi absoluta. Ya les conté que de nuestro bolsillo pagábamos al auxiliar, un muchachito que estaba para ir a comprar cigarrillos y mantener el aseo. Los Detectives de hoy creen que estoy bromeando, pues los auxiliares pertenecen a la planta de servicios y tienen su propia carrera en nuestra Institución.

La puerta la franqueó un Detective que me preguntó qué deseaba. Con una sonrisa le entregué mi pasaporte de traslado a mi primera unidad; me hizo pasar a la Guardia donde todos me miraron con curiosidad. Después fui saludado por el Comisario Jefe, don Manuel Recabal y por cada uno mis colegas; por mi aspecto pálido y tan delgado, no faltaron las bromas de los Detectives más antiguos, algo entradito en kilos. “Uf, nos llegó un tremendo refuerzo; ahora sí que acabaremos con todos los bandidos, apareció Supermán”; como me reí con sus chistes, les caí bien.

Ya relaté mi primera y desagradable guardia cuando perdí a un matrimonio de amigos, por la broma de entregarme una escoba para asear el Cuartel. También el recordado chascarro de mis dos colegas que esperaban verme desmayado cuando fuimos a la disección de un cadáver a la morgue. Ya había visto como se paseaban las ratas por todo el edificio y no faltó el bromista que me dijo que el Oficial de Guardia era el encargado de matarlas a balazos. El pobre supo mucho después que aumenté la cantidad de agujeros en la ruinosa unidad.

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