Decir que Rodolfo Gauna fue capaz de haber elegido el día y la hora de su muerte, sin haber apelado al tramposo recurso del suicidio, parece muy exagerado. Sin embargo, era un tipo tan ridículamente estructurado en todas sus actividades conocidas, que ciertamente no debería descartarse la posibilidad de alguna traza de veracidad en esta fantástica teoría.
Gauna era algo así como un estandarte ambulante de la predictibilidad. Todo debía tener su tiempo previamente planeado. Nada, o casi nada, podía dejarse librado a los antojadizos avatares y vaivenes que abundan en la diaria existencia.
Así, Gauna acotaba un tiempo para todo, dejando una gran porción del mismo para el descanso y la relajación por medio de la inactividad, inclusive la cerebral. De lunes a viernes, siempre y cuando no existiese la menor manifestación de cualquier tipo de malestar o dolencia, cumplía religiosamente con las seis horas de asistencia a su lugar de trabajo como empleado estatal, lo que de ninguna manera implicaba la consumación propiamente dicha de algún tipo de tarea.
Por las tardes, asistía sin falta a la ronda de mate que acompañaba las estériles e inconsecuentes charlas con otros miembros de Libros, Sudor y Lágrimas, el club y biblioteca popular del barrio, al que se había unido años atrás, no por interés hacia ninguna actividad de las que se practicaban en el establecimiento, sino por puro aburrimiento.
Apenas pasado su medio siglo, se consideraba prematuramente a mano con la vida. Ya nada más trataría de sacarle, ni tampoco nada más le ofrecería. Era un tipo que odiaba las responsabilidades, y con cada año que pasaba, se sentía feliz de poder sacarse alguna más de encima. Cuanto menos se esperara de él, en todo sentido, mucho más tranquilo se lo veía en ese capullo artificial que había confeccionado para su propio bienestar. Creo adivinar que las palabras que más amaba del idioma, eran sin duda los términos “delegar” y “yo”.
Poco a poco, se fue desentendiendo de su trabajo, que mucho no le retribuía pero que nada le exigía. En estas latitudes, la mayoría de las veces, el sueldo del empleado estatal no hace rico a nadie, pero es algo seguro y a largo plazo, que mantiene modestamente a varios holgazanes de pura cepa, sin pujanza para intentar el logro de sus ambiciones personales por medio del esfuerzo.
Luego, paulatinamente, fue cortando el contacto con aquellos familiares cuyos domicilios excedían los límites de su pequeña ciudad. A Gauna no le gustaba esa zona gris, incontrolable, preñada de imprevistos que a menudo solían tener los viajes.
Después, fueron las tareas de mantenimiento de la casa, las que iba espaciando cada vez más, hasta que su mujer, harta de verse avasallada por un sinfín de molestas averías menores y de pedir en vano, tomó esa posta con todo lo que ella misma era capaz de hacer, teniendo en cuenta sus muchas limitaciones en el manejo de herramientas.
Cuando sus hijos alcanzaron la mayoría de edad, hubo, afortunadamente para Gauna, un muy importante quite de peso de esas grandes responsabilidades que abrumaban sus estrechos hombros.
Jamás cultivó amistades verdaderas. Solamente conocidos. Los verdaderos amigos significaban la posibilidad de tener que estar presente en sus momentos difíciles, cuando ellos lo necesitaran. Y Rodolfo Gauna nunca tuvo intenciones de correr con tal riesgo de verse obligado a dar.
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