María del Carmen

Ese no sería un día más en la escuela. Cuando la vi entrar al aula, el contraluz impidió verla con plenitud, sin embargo, la imaginé linda pero, me equivoqué. En el momento que giró para que la maestra la presentara ante el resto de la clase como la nueva compañera, me sorprendí. Esa niña no era linda, era la belleza personificada. Todo a su alrededor desapareció, sólo podía mirarla y contemplarla embobado. Seguramente, dijo su nombre, no lo escuché a pesar del silencio de la sala. Aturdido por semejante belleza, no sería sino después de unos minutos que se sentó una fila de bancos más adelante, que pude reaccionar y ubicarme en tiempo y espacio.

María del Carmen Burgueño, me dio vuelta como una media, me dejó tan loco de amor, que la vida a partir de entonces fue sólo el latir del corazón para ella. Podía jurar que si estaba a mi lado nada podría entristecerme ni lastimarme.

¡Claro que era hermosa! tanto que la eligieron ese año, Reina de la Primavera.

Mi corazón desbordaba de amor, solía pasar largo rato observándola, recorriendo cada centímetro de su rostro y deteniéndome en el celeste de sus ojos para zambullirme en ellos como en un mar sereno de aguas tibias.

Al año siguiente, estaríamos en el último de la primaria. Me aterraba el hecho de no volver a verla una vez terminada la escuela, ya no abría vacaciones, esta vez no regresaríamos, dejaríamos para siempre los guardapolvos blancos y cada cual elegiría su destino.

Comprendí que iba a perderla, bueno... nunca la había tenido pero… de algún modo era mía mientras podía observarla en los recreos o en el aula mientras leia y escribía en su cuaderno.

La timidez, ese maldito defecto me impedía decirle lo mucho que la amaba, y además el temor a ser rechazado ¿como podría vivir con esa humillación y el desencanto de ver como mi amor se hacia añicos ante la mirada de aquella a quien quería con el alma?

Cada día ensayaba como declararle mi amor. Debía ser a la salida de la escuela mientras regresaba a su casa caminando varias cuadras, ese era el único momento para estar a solas con ella sin que nadie nos interrumpiese.

La maldita timidez se interponía cada vez que estaba decidido a avanzar. La seguía día tras día como a unos cincuenta metros tratando de tomar coraje, sin embargo el temor me paralizaba y terminaba tomando otro rumbo y prometiéndome que mañana lo haría si o si.

Nunca pude decírselo, será por eso que todavía en algún momento del día y a mis sesenta y pico, suele dolerme el corazón.

¡Ay, César, amigo! ¡Qué traicioneros son los recuerdos de la juventud! Un bonito texto de un momento lejano. Gracias por compartirlo.

QUE LINDO TEXTO , CON UN AIRE DE ROMANTICISMO QUE ENGANCHA EN LA LECTURA.

Muy lindo relato, Ricardo. Y creo que en algun momento de nuestra infancia y adolescencia, a muchos nos ha pasado quizas algo parecido. Una lectura totalmente disfrutable, amigo. Un abrazo,
Jose

Qué hermosura amigo Ricardo, la melancolía me llena al leer estas letras.
Como siempre impecable
besos
Lili